El Viernes Santo era día de
abstinencia total de carne y ayuno estricto. Las amas de casa cocinaban
alimentos livianos y la costumbre general era alimentarse pero sin quedar
satisfechos. Todos vestían ropas oscuras o de luto para asistir a la iglesia.
Las actividades quedaban todas suspendidas, las sociales, comerciales y hasta
las rurales. En la comunidad reinaba el silencio casi absoluto. Las calles permanecían vacías. Las personas solamente salían de sus
casas para ir a la iglesia. Las campanas de la parroquia también se mantenían
mudas, porque se habían “volado” durante la noche anterior, y su sonido era
reemplazado por matracas (Raschpel) que hacían sonar un grupo de niños que
recorrían la colonia anunciando los momentos en que debía tener lugar el primer,
el segundo y el tercer repicar llamando a los fieles a asistir a las
celebraciones litúrgicas. A las tres de la tarde se celebraba la “Liturgia de
la Pasión del Señor", hora en la que se ha situado la muerte de Jesús en
la cruz. La iglesia desbordaba de fieles, tanto que muchas personas
participaban de la misma desde la vereda. Lo mismo sucedía el viernes por la
mañana en que el sacerdote llevaba a cabo las confesiones, ya que se sostenía
que para esas fechas todos tenían la obligación de confesarse, para tomar la
Eucaristía durante la misa del domingo de Pascua.
En tanto que por la noche
se llevaba a cabo un Vía Crucis del que participaba toda la comunidad. Solo
permanecían en casa los ancianos, niños pequeños y las personas impedidas
físicamente. En esquinas elegidas estratégicamente se instalaban las catorce
imágenes que representaban las estaciones del camino que recorrió Jesús rumbo a
su crucifixión y muerte. Abriendo el paso de esta multitudinaria procesión, que
caminaba con el alma compungida y dolorida, marchaba el sacerdote y un numeroso
grupo de niños con farolitos (fackellier), realizados con papel crepé y velas,
remedando la luz del Señor. Se oraba y cantaba con profunda devoción y
tristeza. (Autor: Julio César Melchior).
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