Al atardecer mamá nos daba un
balde y nos mandaba al gallinero a juntar los huevos del día que, generalmente,
superaban las dos docenas. Una tarea que había que realizar con sumo respeto y
cuidado. Porque no solamente teníamos terminantemente prohibido romper un
huevo, aunque, a veces, accidentes no faltaban, sino que, también, debíamos
evitar los picotazos de alguna gallina o clueca a la que no le gustaba para nada que le metiéramos mano al nido para
hurtarle el huevo que había puesto con mucho esfuerzo y pretendía conservar a
toda costa, aun sabiendo que tenía que mantener una reyerta con dos porfiados,
tan porfiados, como mi hermano y yo, que podíamos llegar a hacer uso de
estrategias bastante salvajes para alejarla del nido. En defensa de la pobre
clueca, debo confesar que, más de una vez, la que nos sacó corriendo a picotazo
limpio fue ella. Recogíamos los huevos un poco como un trabajo que era
obligatorio realizar todos los atardeceres y, otro poco, jugando y llevando a
cabo travesuras que nunca le contamos a nadie, ni siquiera a nuestros amigos.
Nadie en su sano juicio se hubiera arriesgado a que algún alcahuete le fuera
con el chisme a papá. Entonces sí que nos hubiéramos enfrentado a un juez
severo, que siempre condenaba y aplicaba una buena tunda con la alpargata o el
cinturón, según la gravedad del asunto en cuestión. Papá no perdonaba las
travesuras y menos perdonaba que maltratáramos las aves domésticas proveedores
del tan ansiado sustento diario. Porque no solo nos proveían de huevos sino
también de carne. Pero nuestro compromiso y obligación con las gallinas y el
bendito gallinero, era mucho más amplio. No solo teníamos que recoger los
huevos sino que, una vez a la semana, era menester barrer todo el excremento
que las aves depositaban durante sus largos encierros nocturnos al que eran
confinadas para protegerlas de los zorros y otras alimañas que, con mucho gusto
y placer, se las hubieran devorado. Sumado a esto, que ya era mucho para
nosotros, una vez al mes teníamos que cambiar la paja sucia de los nidos por
limpia, que había que recoger de los campos aledaños, guadaña en mano. Cómo
verán, no éramos muy amigos de las gallinas y ellas tampoco de nosotros, pues,
las ingratas, todavía tenían el orgullo y el tupé de considerarnos intrusos en
su hogar, cuando nosotros todo lo que hacíamos era cumplir órdenes superiores
y, al final de cuentas, éramos los únicos que manteníamos no solo su hogar
limpio sino que también las protegíamos de las alimañas, que las acosaban
hambrientas y deseosas de comérselas. (Autor: Julio César Melchior).
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