Rescata

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martes, 30 de abril de 2019

¿Se acuerdan cuando al atardecer mamá nos mandaba a juntar los huevos?


Al atardecer mamá nos daba un balde y nos mandaba al gallinero a juntar los huevos del día que, generalmente, superaban las dos docenas. Una tarea que había que realizar con sumo respeto y cuidado. Porque no solamente teníamos terminantemente prohibido romper un huevo, aunque, a veces, accidentes no faltaban, sino que, también, debíamos evitar los picotazos de alguna gallina o clueca a la que no le gustaba para nada que le metiéramos mano al nido para hurtarle el huevo que había puesto con mucho esfuerzo y pretendía conservar a toda costa, aun sabiendo que tenía que mantener una reyerta con dos porfiados, tan porfiados, como mi hermano y yo, que podíamos llegar a hacer uso de estrategias bastante salvajes para alejarla del nido. En defensa de la pobre clueca, debo confesar que, más de una vez, la que nos sacó corriendo a picotazo limpio fue ella. Recogíamos los huevos un poco como un trabajo que era obligatorio realizar todos los atardeceres y, otro poco, jugando y llevando a cabo travesuras que nunca le contamos a nadie, ni siquiera a nuestros amigos. Nadie en su sano juicio se hubiera arriesgado a que algún alcahuete le fuera con el chisme a papá. Entonces sí que nos hubiéramos enfrentado a un juez severo, que siempre condenaba y aplicaba una buena tunda con la alpargata o el cinturón, según la gravedad del asunto en cuestión. Papá no perdonaba las travesuras y menos perdonaba que maltratáramos las aves domésticas proveedores del tan ansiado sustento diario. Porque no solo nos proveían de huevos sino también de carne. Pero nuestro compromiso y obligación con las gallinas y el bendito gallinero, era mucho más amplio. No solo teníamos que recoger los huevos sino que, una vez a la semana, era menester barrer todo el excremento que las aves depositaban durante sus largos encierros nocturnos al que eran confinadas para protegerlas de los zorros y otras alimañas que, con mucho gusto y placer, se las hubieran devorado. Sumado a esto, que ya era mucho para nosotros, una vez al mes teníamos que cambiar la paja sucia de los nidos por limpia, que había que recoger de los campos aledaños, guadaña en mano. Cómo verán, no éramos muy amigos de las gallinas y ellas tampoco de nosotros, pues, las ingratas, todavía tenían el orgullo y el tupé de considerarnos intrusos en su hogar, cuando nosotros todo lo que hacíamos era cumplir órdenes superiores y, al final de cuentas, éramos los únicos que manteníamos no solo su hogar limpio sino que también las protegíamos de las alimañas, que las acosaban hambrientas y deseosas de comérselas. (Autor: Julio César Melchior).

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