Los domingos de Pascua en las colonias de antaño eran
días de júbilo, las familias celebraban con alegría la Resurrección de Jesús,
en todos los ámbitos, tanto religioso, asistiendo a misa, como en el social,
organizando grandes tertulias bailables que comenzaban a la hora que se ponía
el sol, como en el seno del hogar, donde toda la familia se congregaba
alrededor de la amplia mesa de la cocina a almorzar lechón al horno con papas y
Füllsen. Esa fecha, junto con la de Kerb, eran las dos únicas celebraciones en
que todos los hijos, solteros o casados, y parientes que trabajaban o vivían
lejos, regresaban al hogar paterno. Cada casa bullía de gente. Se dormía dónde
se podía.
Todo comenzaba a la mañana temprano, alrededor de las
cuatro de la madrugada, cuando papá y mamá se levantaban a preparar el
almuerzo. Papá encendía el horno de barro y mamá terminaba de colocar dentro de
la fuente el lechón adobado la noche anterior junto con las papas.
Al amanecer, más temprano que nunca, despertaban los
niños ansiosos por descubrir si el Conejo de Pascua había pasado por sus casas
para dejar los tradicionales huevitos de Pascua en los niditos preparados
durante la semana en una caja. El Conejo nunca los defraudaba, siempre les
dejaba un cúmulo de huevos multicolores, preciosamente decorados, y riquísimos
(huevos de gallina que la madre, en las largas madrugadas, hervía, teñía y
decoraba).
A media mañana todos asistían a misa. Solamente
permanecía en casa una sola persona, la que tenía a su cargo concluir los
últimos detalles de la preparación de la comida que se iba a servir durante el
almuerzo. La iglesia desbordaba de gente, tanto que muchas personas asistían a
la misma participando de la ceremonia desde la vereda. Y dentro de la misma,
era frecuente que se produjera algún que otro desmayo a consecuencia de la
multitud que ingresaba.
Luego de la ceremonia todos regresaban a casa a
participar del gran almuerzo familiar, donde reinaba un clima de fiesta. Se
comía y se bebía abundantemente. Era tanta la cantidad de comida que se
preparaba que, concluida la Pascua, y habiéndose marchado la visita, los dueños
de casa comían comida recalentada o fría durante casi toda la semana.
Durante la sobremesa era frecuente que algún hermano,
tío o abuelo, sacara a relucir su acordeón y comenzara a tocar y cantar las
ancestrales melodías volguenses, rememorando su aldea natal y a la familia que
había quedado, allá lejos, a orillas del legendario río Volga para siempre.
A la hora del mate, llegaba generalmente más visita, y
mamá ponía sobre la mesa los deliciosos Dünne Kuchen y la infaltable miel.
Surgían los recuerdos y las infaltables anécdotas familiares. A veces, se
aprovechaba la ocasión para anunciar un compromiso o la fecha de una
boda.
El día de fiesta concluía con la caída del sol, hora
en la que se cenaba la comida que había sobrado al mediodía, la que se comía
fría para evitarle a mamá la tarea de tener que recalentarla en la cocina a
leña.
Finalmente los hombres solteros, las parejas más
jóvenes, tanto casadas, como la de novios, pero ésta en compañía de alguien
confiable que permaneciera atento a cualquier incorrección que pudieran cometer
los futuros esposos, y las jóvenes, pero acompañadas de un hermano o matrimonio
amigo, asistían a la tertulia bailable. Evento en el que tocaba en vivo una
orquesta local o de un pueblo vecino. Eventualmente podía llegar a contratarse
un grupo de renombre nacional.
Los
padres y los mayores permanecían en casa conversando y recordando tiempos
pasados. Muchos de ellos recién volverían a verse en la Pascua siguiente, y
algunos quizás no se reencontrarían nunca más, porque vivían muy lejos y
antiguamente todos los viajes se hacían en carro, por lo que todo traslado
desde localidades lejanas insumía días y días de un viaje agotador que,
llegados a una edad, las personas ya no soportaban. Además, todos eran
conscientes, que la muerte siempre acecha, y que un adiós no siempre significa
un hasta pronto. (Autor: Julio César Melchior).
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