Es la hora en que el sol se
inclina a dormir detrás de las sierras, dejando en libertad millones de
luciérnagas que comienzan a poblar el cielo en forma de estrellas. Surge una
aquí, otra más allá, tejiendo un reino de constelaciones que deja escrito en el
firmamento los deseos que los colonos le solicitan a la luna llena que también
emerge en el horizonte, redonda, color de oro, como hostia divina.
Las viviendas se iluminan. Lentamente las ventanas dejan ver la luz de los
faroles, de las lámparas a kerosén, de las velas, y la noche de la colonia se
puebla de acallados susurros, entre los que se descifran las voces de los niños
que aún juegan en las calles, de los hombres que dejan libres los caballos,
luego de un arduo día de trabajo; de las mujeres que empiezan a preparar la
cena. Algunos colonos conversan intercambiando opiniones. Otros meditan. Otros
recuerdan la aldea lejana, allá lejos, en el Volga.
Y
llega la noche. El aire se perfuma de rocío. Mientras la colonia se sumerge en
un silencio casi total. Las calles están vacías. Oscuras. Sólo se escucha, de
vez en cuando, el relincho de algún caballo o ladridos de perros, que se
pierden en la lontananza del campo suarense. Las chimeneas de las viviendas
suspiran su humo, en negras nubes de hollín.
Los
colonos se aprestan a iniciar la noche. Se sentarán a la mesa. El padre de
familia rezará una oración, agradeciendo a Dios la cena; después cenarán… Luego
tal vez salgan a visitar a un familiar o amigo; a jugar a los naipes; a cantar
antiguas canciones que los emocionarán hasta las lágrimas; o simplemente
charlarán sobre los tiempos que se fueron y los que vendrán; o hablarán de la
tarea realizada en la chacra… O permanecerán en silencio, reflexionando. Hasta
que alguien diga: “es hora de dormir, mañana será otro día”. Y todos se irán a
la cama pensando en la dura labor que les espera mañana. (Autor: Julio César
Melchior).
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