El viejito del
acordeón dejó de tocar. Una lágrima rodó por su mejilla arrugada y triste. Como
un río hacia el vacío. Sin ayer, sin pasado ni recuerdos. Apenas un surco que
el llanto iba abriendo en el rostro sembrando melancolía en quien lo observaba.
Sus ojos brillaron como dos estrellas moribundas. Suspiró hondo, muy pero muy
hondo, como buscando aferrarse a una última esperanza. Pero fue inútil. La hora
había llegado. El tren estaba a punto de partir. Ya no había posibilidad de
retorno. Estaba en el andén y tenía que subir. Tartamudeó unas palabras…
Inaudibles. Roncas. Ásperas. Que se iban muriendo con él.
Cerró los ojos -Los
parroquianos del bar lo observaban estupefactos y expectantes-. Reclinó la
cabeza. Colocó las manos sobre el acordeón y torpemente comenzó a tocar el
himno al amor que lo acompañó durante toda su vida: “Wen ich komm”. Un acorde,
dos, tres, cuatro… Cada vez más espaciados y más desafinados… Hasta que por fin
la música se volvió un sonido desafinado y agudo. Como una exhalación. Como un
último suspiro.
Silencio. Quietud. El
viejito del acordeón quedó petrificado, aferrado a su instrumento como una
estatua. Los ojos bien abiertos. Las pupilas se le iban secando, apagando el
cristal de sus bellos y marchitos ojos celestes…
Los parroquianos,
desconcertados, fueron saliendo de su estupor… Se acercaron con cautela… Para
descubrir que el anciano había fallecido delante a ellos.
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