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domingo, 2 de junio de 2019

La vida en el campo de los peones inmigrantes

Obra de Jules Dupré
El abuelo, la abuela, su hijo Pedro, junto a sus cinco hermanos, se levantaban a las tres y media de la mañana para ordeñar las vacas, sin importar si hacía frío o calor, si helaba o no, si estaba nublado y llovía o había luna y estrellas. Y a lo largo de todas las mañanas del año, incluyendo domingos, chapoteaban hasta las rodillas en el fango, una mezcla gelatinosa de barro, orina y excremento de animales, porque la tarea se llevaba a cabo bajo la intemperie. Los niños, a veces, lloraban de dolor a causa del inmenso frío que calaba hasta los huesos y les helaba las manos y los dedos. Y aunque se quejaban del dolor y los padres sufrían en silencio, ni papá ni mamá, podían hacer nada para calmarles el sufrimiento y tampoco decirles que volvieran a la casa, se metieran en la cama, se taparan bien tapaditos, y continuaran durmiendo. Era algo imposible. Quiénes iban a ordeñar todas esas vacas? Y si esas vacas no se ordeñaban el dueño del campo los arrojaría a la calle, con hijos, bultos y baúles, sin importarles un comino que los estaría condenando a una vida de miseria. Cuántos estancieros se habían aprovechado de las necesidad de los inmigrantes en los últimos años para crecer económicamente? Muchos. Demasiados. Los contrataban por sueldos de miseria, los hacían dormir en galpones infestados de ratas, sobre colchones confeccionados con el cuero de la oveja, y bañarse en el tanque del molino, obligándolos a criar sus aves de consumo y a hacer grandes huertas a medias con el propietario de la tierra. Además de instarlos a construir un horno de barro donde tenían que hornear su pan diario, con pocos ingredientes y mucho ingenio. Todas estas mejoras, el horno de barro, la huerta, los árboles frutales plantados, y las aves domésticas que criaban a lo largo del tiempo que trabajaran en el lugar, las debían abandonar cuando el patrón, de un día para el otro, tomara la decisión de despedirlos, sin explicaciones, sin indemnización ni derechos a reclamos de ningún tipo. Por aquellos años, la razón, la policía y la justicia siempre estaba del lado del dueño del campo. Y cuánto más grande la fortuna, más grande el peso que tenía la palabra del dueño de la estancia. Había que agachar la cabeza e intentar empezar de nuevo en otro lugar, cargando el pesado estigma del despido que, luego, dificultaba mucho las cosas al momento de buscar un nuevo trabajo. Nadie deseaba contratar un peón rebelde, por más razones que hubiera tenido a la hora de reclamar mejores condiciones de vida para su familia o la oportunidad de poder enviar a sus hijos a la escuela.

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