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El abuelo, la abuela, su
hijo Pedro, junto a sus cinco hermanos, se levantaban a las tres y media de la
mañana para ordeñar las vacas, sin importar si hacía frío o calor, si helaba o
no, si estaba nublado y llovía o había luna y estrellas. Y a lo largo de todas
las mañanas del año, incluyendo domingos, chapoteaban hasta las rodillas en el
fango, una mezcla gelatinosa de barro, orina y excremento de animales, porque
la tarea se llevaba a cabo bajo la intemperie. Los
niños, a veces, lloraban de dolor a causa del inmenso frío que calaba hasta los
huesos y les helaba las manos y los dedos. Y aunque se quejaban del dolor y los
padres sufrían en silencio, ni papá ni mamá, podían hacer nada para calmarles
el sufrimiento y tampoco decirles que volvieran a la casa, se metieran en la
cama, se taparan bien tapaditos, y continuaran durmiendo. Era algo imposible.
Quiénes iban a ordeñar todas esas vacas? Y si esas vacas no se ordeñaban el
dueño del campo los arrojaría a la calle, con hijos, bultos y baúles, sin
importarles un comino que los estaría condenando a una vida de miseria. Cuántos
estancieros se habían aprovechado de las necesidad de los inmigrantes en los
últimos años para crecer económicamente? Muchos. Demasiados. Los contrataban
por sueldos de miseria, los hacían dormir en galpones infestados de ratas,
sobre colchones confeccionados con el cuero de la oveja, y bañarse en el tanque
del molino, obligándolos a criar sus aves de consumo y a hacer grandes huertas
a medias con el propietario de la tierra. Además de instarlos a construir un
horno de barro donde tenían que hornear su pan diario, con pocos ingredientes y
mucho ingenio. Todas estas mejoras, el horno de barro, la huerta, los árboles
frutales plantados, y las aves domésticas que criaban a lo largo del tiempo que
trabajaran en el lugar, las debían abandonar cuando el patrón, de un día para
el otro, tomara la decisión de despedirlos, sin explicaciones, sin
indemnización ni derechos a reclamos de ningún tipo. Por aquellos años, la
razón, la policía y la justicia siempre estaba del lado del dueño del campo. Y
cuánto más grande la fortuna, más grande el peso que tenía la palabra del dueño
de la estancia. Había que agachar la cabeza e intentar empezar de nuevo en otro
lugar, cargando el pesado estigma del despido que, luego, dificultaba mucho las
cosas al momento de buscar un nuevo trabajo. Nadie deseaba contratar un peón
rebelde, por más razones que hubiera tenido a la hora de reclamar mejores
condiciones de vida para su familia o la oportunidad de poder enviar a sus
hijos a la escuela.
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