Mi apellido es Melchior. Y el mío
Dreser. Y el mío Jacob. Y el mío Gottfriedt. Y el mío Schwerdt. Y el mío
Streitenberger. Y el mío Fischer. Y el mío Schmidt -revelan uno a uno los
alumnos de la maestra que llegó de la ciudad para impartir clases en la escuela
de la colonia.
Y el mío Schwab. Y el mío Graff. Y el
mío Schneider. Y el mío Reser. Y el mío Rohwein. Y el mío Suppes. Y el mío
Desch -continúan contando los niños mientras la docente los mira desconcertada.
-De dónde provenían estos apellidos tan
raros y difíciles de pronunciar? -se pregunta.
Y el mío Sieben. Y el mío Mellinger. Y el mío Strevensky. Y el mío Rau. Y el mío Sauer. Y el mío Walter. Y el mío Heim. Y el mío Kloster.
-Ningún apellido que conozco -reflexiona la maestra.
Y el mío Sieben. Y el mío Mellinger. Y el mío Strevensky. Y el mío Rau. Y el mío Sauer. Y el mío Walter. Y el mío Heim. Y el mío Kloster.
-Ningún apellido que conozco -reflexiona la maestra.
Además de los apellidos y de su
pronunciación, también le llamaba la atención el escaso conocimiento del
castellano que tenían los alumnos.
Y el mío Fritz. Y el mío Holzmann -prosiguen los niños.
-Ni un González o Sánchez -piensa la docente. Apellidos que estaba acostumbrada a escuchar en la ciudad de la que venía.
Y el mío Fritz. Y el mío Holzmann -prosiguen los niños.
-Ni un González o Sánchez -piensa la docente. Apellidos que estaba acostumbrada a escuchar en la ciudad de la que venía.
De esta manera se conocieron la señorita
María y los cuarenta y dos alumnos de tercer grado de la colonia. Alumnos que,
en la actualidad, más de setenta años después, la rememoran con profundo
respeto y cariño. Para ellos, ella siempre fue, hasta el día que murió, la
señorita María. La que les enseñó a manejar correctamente en castellano. La que
les enseñó, con paciencia y mucho amor, a leer y a escribir. También a sumar,
restar y multiplicar.
La señorita María dejó un recuerdo
imborrable en el corazón y el alma de sus alumnos. Autor: Julio César
Melchior.
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