Aquella mañana que marché de la
aldea, abracé a mi madre, que lloraba desconsolada. Le dije adiós sabiendo que
jamás volvería a verla. Intuí que la Argentina, esa tierra llena de promesas,
quedaba demasiado lejos para prometer un regreso.
Le extendí la mano a mi padre, que la tendió temblorosa, mientras una lágrima rodaba, furtiva, por su mejilla.
Le extendí la mano a mi padre, que la tendió temblorosa, mientras una lágrima rodaba, furtiva, por su mejilla.
Mis hermanitos observaban sin
entender. Eran demasiado niños todavía para comprender palabras tales como adiós, exilio y desarraigo. Lloraban porque veían
llorar y porque sus padres lloraban desconsolados como nunca los habían visto
llorar jamás. Percibían la angustia que envolvía el aire y que se ahondó cuando
puse en marcha el carro cargado con mis baúles y los caballos comenzaron a
caminar, lentamente, camino del adiós.
Volví
la cabeza y mi mirada, por última vez, vio la figura de mi padre y las manos de
mi madre agitando su pañuelo mojado de llanto; y a mis hermanitos corriendo
detrás de mí, despidiéndome. Los vi parados, sumidos en el dolor,
empequeñecidos, derrotados por el destino, hasta que el carro se perdió en la
distancia y su imagen se trocó en horizonte vacío, en ayer, un ayer a cada
trote más lejano, melancólico y añorado. (Autor: Julio César Melchior).
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