Sonó el despertador y fue tal el
estruendo que generó, que don Mateo saltó de la cama desorientado y perplejo,
imaginando un tiroteo, mientras doña Filomena al grito de Dios mío, es el fin
del mundo, corrió a la cuna de su bebé que lloraba con desesperación.
Don Mateo caminó a tientas hacia
la cocina tropezando en la oscuridad con zapatos, prendas, cobijas y algún niño
que también llegaba corriendo desde la otra habitación, gritando aterrados, donde dormían sus otros seis hijos.
Al
llegar a la cocina, tomó el atizador de la cocina a leña como arma de defensa,
y abriendo la puerta, salió al patio. Detrás de él, venía doña Filomena, con el
bebé en brazo, rogándole prudencia a su esposo, y los tres niños mayores, uno
con el palo de amasar, otro con la sartén y el tercero, con un cuchillo en la
mano.
Afuera
no se veía otra cosa que las vacas en el corral esperando ser ordeñadas y el
caballo pastando en el patio. Los animales giraron sus cabezas para mirar la
comitiva humana rumiando parsimoniosamente. Nada parecía estar fuera de lo
normal. Los perros saltaban alrededor de los niños contentos de verlos a tan
altas horas de la noche.
Qué
es lo que había sucedido? -se preguntaban todos desconcertados, luego de
recorrer los galpones, los carrales y el patio. En el galpón reinaba el orden
habitual, en los corrales no faltaba ningún animal y en el patio reinaba el
silencio.
El
batallón, encabezado por don Mateo, seguido por su esposa y sus tres hijos,
regresó a la vivienda mascullando preguntas a las que que no le encontraban
respuestas. Sobre todo a una: quién o qué cosa había originado tanto alboroto a
las dos de la madrugada?
La respuesta recién la
encontraron a la mañana siguiente, a la luz del día cuando descubrieron dos
tarros y dos relojes despertadores desparramados por el piso. Esto fue la
causa! -exclamó furioso don Mateo. Y se dirigió a los gritos a la habitación en
la que dormían sus hijos. Cinto en mano, los sacó de la cama, repartiendo
cintazos a diestra y siniestra. Algunos de los niños salieron corriendo
mientras otros se refugiaron debajo de la cobija, protegiéndose de los golpes.
Ninguno parecía entender nada, salvo uno, el más travieso de los seis, a la
sazón con diez años de edad, cerebro de tamaña broma. Había colocado dos
relojes despertadores antiguos dentro de dos tarros, para que, al sonar
generaran mayor estruendo, y los había acercado, sigilosamente, a la cama donde
dormían sus padres, para que sonaran a las dos de la mañana, en vez de a las
cuatro, la hora habitual en que la familia se levantaba para salir a los
corrales a ordeñar. (Autor: Julio César Melchior).
Una historia muy linda y con mucha realidad. Excelente. Gracias
ResponderEliminarMe ha gustado mucho la forma en que esta narrado. Gracias
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