El maestro ordenó al alumno, de
ocho años, que se parara al lado del banco y recitara la tabla del nueve.
El niño, asustado, y con el
rostro lleno de pánico, respondió, titubeando:
-9 por 1 es 9, 9 por 2 es 18, 9 por 3 es... 27.
-9 por 1 es 9, 9 por 2 es 18, 9 por 3 es... 27.
- Más
rápido -ordenó el maestro.
-9
por 4 es… es… es… 36! -balbuceó el alumno.
-Por
fin! -gritó el maestro. Desde cuando es Ud tartamudo? No me conteste. No me
conteste. Siga! Siga! No se detenga. Si seguimos así vamos a terminar a la
noche.
-9
por 5 es… -continuó el niño temblando. Es… es… 35. 9 por 6 es… es… 64.
-No.
No. No. Y no! Burro! -aulló el maestro descargando un golpe con el puntero
sobre el banco, con tan mala suerte que se partió en dos.
-Mire
lo que me ha hecho hacer. Se da cuenta? Ahora me va a tener que traer un
puntero nuevo. Que su padre lo haga. No es carpintero?
El
niño comenzó a llorar desconsoladamente porque sabía que si llegaba a casa con
la noticia de que el maestro lo culpaba de romper el puntero, su padre lo iba a
castigar con la alpargata, con suerte, o con el cinto, dependiendo de su humor
y del gasto económico y la pérdida de tiempo que le iba a demandar reponerlo.
Además todo alumno sabía también que a esto había que sumarle la humillación
que sentían los padres cuando uno de sus hijos era reprendido en la escuela.
Castigo en la escuela era sinónimo de castigo en la casa. Y los niños lo
sabían. Porque la palabra del maestro no era puesta en duda jamás.
-Venga para acá! -ordenó el
maestro rojo de furia. Ahora se va a parar ahí, mirando el rincón hasta la hora
del recreo. Ah! Y le aviso que al recreo no va a salir! Se va a quedar en el
aula repitiendo conmigo la tabla del 9 hasta que la sepa de memoria. (Autor:
Julio César Melchior).
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