Rescata

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jueves, 14 de enero de 2021

¿Quién, siendo niño no se llevó una bolsa de arpillera llena de choclos, regresando a casa, luego de una tarde de pesca?

Qué tiempos aquellos, en que un grupo de niños se confabulaba para ir a pescar. Una pandilla de chicos traviesos que a la mañana recorría los lugares húmedos del patio, una lata vieja y una pala de punta en ambas manos, buscando lombrices. Dejando el patio como si una flota de aviones lo hubiera bombardeado. Como evidencia quedaban sendos cráteres en los que, si no tenían cuidado, los abuelos podían tropezar y caer dentro del Matsch (barro) vociferando irreproducibles insultos en alemán.
Una vez realizada esa tarea y habiéndose lavado las manos en la bomba, cada niño se aprestaba a acondicionar su caña de pescar, que por supuesto, era Made In Casa. Un palo de sauce, acacia o alguna otra especie arbórea que les cediera una rama derecha, la cual limpiaban quitándole las ramitas pequeñas y las hojas, para armar la caña de pescar, generalmente, con hilo casero, un bulón como plomada y un corcho y por supuesto un anzuelo también fabricado con paciencia y una lima.
La aventura comenzaba después de almorzar. La pandilla iba rumbo al arroyo haciendo grandes planes de pescar bagres, pejerreyes o el pez que sea, cada niño imaginando pescar el pez más grande, para luego asarlo al lado del arroyo y lo que iban a pescar después llevarlo a casa para la cena. Obviamente, que muchas veces sucedía, que los niños se aburrían de tener la caña en la mano sin que el hilo se moviera, porque no había pique. Entonces comenzaba el juego de quién se zambullía en el arroyo haciendo la pirueta más original y peligrosa. Lo que generaba que el agua se revolviera y los peces huyeran. Lo que daba como resultado final la decepción. Que subsanaban preparando unos mates. Porque siempre había algún que otro niño travieso de la pandilla, que le sustraía a los padres un poquito de yerba, un puñadito de azúcar, y algo para comer. El mate, no era problema. Muchas veces se usaba simplemente una lata, lo mismo que para la pava. Es decir mate y pava eran latas. Una pequeña y otra grande. Y ahí estaban sentados alrededor de una fogata que alimentaban con leña seca, tomando mate imitando las conversaciones de las personas mayores, cada cual pretendiendo ser más sabio que el otro. Eso sí, la pandilla tenía que tener mucho cuidado que ningún agricultor o chacarero viera la fogata, porque si no las consecuencias podían ser graves. Era un riesgo enorme encender una fogata cerca del arroyo, estando todo el pasto seco, con el trigo o el maíz a punto de trillar, dependiendo la época del año. Los niños, en su inocencia, no eran conscientes del incendio que podían generar y de las consecuencias económicas que le podían provocar a los productores agropecuarios.
Transcurrida la tarde, y agotados, la pandilla emprendía el regreso a casa. Pero les resultaba humillante hacerlo con las bolsas de arpillera vacías de pescados porque, demás está decir, que cada integrante de la pandilla había llevado la bolsa de arpillera que había podido conseguir en su casa, para traer en ella todos los peces que imaginaba pescar.
Esta frustración generalmente encontraba un desahogo. Para regresar a casa había que cruzar varios potreros, a veces leguas y leguas de campo y ¿ qué encontraba la pandilla en alguno de esos potreros? Maíz produciendo a pleno. Los niños, al verlos, corrían rumbo al maizal arrancando y pelando choclos, buscando los que mejor grano tuvieran, porque tampoco era cuestión de llevarse un choclo con granos pequeños. Y ahí estaba la pandilla recorriendo el potrero llenando sus bolsas de arpillera con choclos, oteando de vez cuando el horizonte, para que no apareciera el dueño del campo y los denunciara como ladrones.
Llenadas las bolsas las cargaban al hombro y reiniciaban el camino. Descansando de trecho en trecho porque, obviamente, tanta cantidad de choclos pesaba. Si acontecía que la pandilla pasaba por un monte de árboles, a alguno de sus integrantes se le podía ocurrir la idea de cocinar algunos choclos en la lata que antes habían utilizado como pava, para saborearlos ahí no más. También podía acontecer que algún que otro niño los asara con gran maestría. Siempre mirando de reojo hacia la lejanía, porque el miedo a que, en cualquier momento, el propietario del campo apareciera, nunca desaparecía del todo. Al atardecer la pandilla se acercaba sigilosamente a la colonia, se separaba siguiendo un plan astutamente pergeñado y cada niño iba rumbo a su casa siguiendo un camino diferente y generalmente ingresando por la parte trasera del patio, tratando en lo posible que nadie los viera. El temor a ser atrapados y denunciados como ladrones no los abandonaba hasta estar tranquilamente sentados en la cocina de sus hogares. A los padres les contaban que los choclos se los había regalado el dueño del campo por haber realizado algún trabajo. Pongámosle limpiar un bebedero, ayudar a arriar las vacas, colaborar en el riego de una quinta o alguna otra mentirilla que se les ocurría en el momento. Autor: Julio César Melchior. Para continuar reviviendo momentos como éste, costumbres, tradiciones, y todo lo que fue la niñez de antaño no dejen de consultar mi libro “La infancia de los alemanes del Volga”. Para más información sobre cómo adquirir el libro comunicarse por mensaje privado o al 01122977044.

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