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lunes, 31 de octubre de 2022

Ordeñar las vacas en los crudos inviernos

 La mayoría de las familias alemanas del Volga nacieron, crecieron y desarrollaron sus vidas en el campo. Como mi abuela Ana, que nació en un puesto de una extensa estancia, en el sur de la provincia de Buenos Aires, donde nació y se crió, junto a sus padres. El puesto era una casa de adobe, con una cocina y dos dormitorios con piso de tierra, un Nuschnick alejado de la vivienda, un molino, un tanque y un pequeño monte de eucaliptus que los proveía de leña para la cocina a leña, que utilizaban para cocinar, tanto en invierno como en verano, sin importar el calor.
El patrón, que residía en la ciudad, y solo se aparecía por el lugar para pagar el sueldo del padre de familia, les permitía criar algunas vacas, tener un gallinero y algunos animales domésticos para vender.
El peón debía ocuparse de todas las tareas rurales y su esposa ser su ayudante, por más que nadie se acordará de ella para pagarle un sueldo por aquellos años. Sobre las espaldas de ambos cargaban todas las responsabilidades que había que realizar para mantener el establecimiento produciendo. Absolutamente todas. Y una tarea más ardua que la otra.
Como ordeñar las vacas. Que eran muchas. Levantarse a la madrugada en compañía de los niños, varones y mujeres. Frías madrugadas de invierno, con el suelo y el agua escarchados. Las manos, las caras y las orejas moradas. Los dientes tiritando. Los pies chapoteando en el lodo. Ordeñando desde las tres o cuatro de la madrugada para terminar alrededor de las ocho, cuando pasaba el recolector de los grandes tarros de leche para llevarlos a los pueblos y la fábrica más cercana.

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