Algunos reciben herencias materiales, pero el mayor legado que mi madre me entregó fue algo invisible y eterno. Ella me dio todo lo que ella no tuvo y más, no en forma de objetos, sino en la incalculable riqueza de un universo de colores y un corazón que rebosaba de amor. Me dio el habla alemana, las tradiciones de una vida y la fe que la sostuvo.
El mayor regalo que me dio fue el de la historia y la tradición. A través de sus relatos, no solo me enseñó a hablar alemán, sino que me hizo sentir la cadencia de una lengua que esconde siglos de memoria. En sus palabras, las costumbres cotidianas no eran simples rutinas, sino el eco de sus propios padres y abuelos. Eran las recetas de la abuela, los cantos al atardecer, la disciplina en el trabajo y la fortaleza inquebrantable de la familia como pilar de todo.
Este legado cultural es la brújula que ha guiado mi vida. Me inculcó un profundo respeto por la palabra y por los mayores, una adhesión inquebrantable a los valores que dan forma al carácter. El trabajo no era solo una obligación, sino una forma de dignificar la vida, de honrar lo que se tiene. Y, por encima de todo, me transmitió una fe en Dios que no se limita a un rito, sino que es una fuente de esperanza y consuelo frente a cualquier adversidad.
Mi madre no solo me dio un pasado con estas tradiciones; me ayudó a construir mi presente, ladrillo a ladrillo, con cada consejo y cada abrazo. Me dio las herramientas para forjar mi propio futuro, no como un destino predefinido, sino como un camino a recorrer con propósito y convicción. Me dio todo, absolutamente todo.
Es por eso que estas palabras intentan, de manera imperfecta, capturar la magnitud de su don. Es por eso que mi amor por ella es incondicional y mi recuerdo, eterno.
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