Su oficio era el de sastre. Lo
ejercía desde muy niño, cuando su padre lo sentó por primera vez frente a una
maquina de coser Singer y él apenas tenía fuerza suficiente para hacerla
funcionar. Desde ese día aprendió a confeccionar todo tipo de ropa masculina.
Tomaba las medidas al cliente: rico, humilde, no importaba, el se las ingeniaba
para realizar ropa elegante, para fiestas especiales y ropa para todos los
días, apta para el trabajo cotidiano; dibujaba los moldes en el duro papel
madera; y finalmente cortaba la tela para coser la prenda. Era un sastre que
“trabajaba a medida”, como se decía antes. Eficiente y creativo, en cuanto al
manejo de la tela y la creación de la prenda; y fiel y honesto, en cuanto al
trato con los clientes. Los tenía en gran número y de todos los niveles
sociales.
Trabajaba desde la salida del sol
hasta altas horas de la noche. Sus dedos eran hábiles; usaba dedal; y manejaba
la aguja y los alfileres con maestría y precisión. Enhebraba la aguja haciéndole
un guiño de complicidad y mojando el hilo de coser en la lengua. Luego
comenzaba a poner marcha el monótono trajinar de la máquina de coser Singer
para transformar los rollos de tela rústica en cientos y cientos de prendas que
el uso y los años gastaron y se llevaron
al olvido, dejando, sin embargo, en algún que otro baúl, un traje de novio, un
pantalón, una camisa o vaya uno a saber qué prenda, como recuerdo imborrable de
su paso por la historia de la colonia. Una historia que nunca lo olvidará.
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