Mamá ya era
muy viejecita y todavía se preocupaba por el bienestar de sus hijos. Lástima
que nosotros pensábamos tan poco en ella. Vivía sola, en una vivienda que le
quedó grande, muy grande, cuando papá murió y uno a uno los hijos nos fuimos
casando y la fuimos dejando sola en la casa inmensa, donde pasaba los días
añorando los años felices y lamentando el tiempo ido.
Sus ojos
dulces y tiernos se le llenaban de lágrimas cada vez que recordaba el ayer.
Extrañaba a su marido, fallecido hacía unos años, y a sus hijos que veía muy de
vez en cuando. Comer sentada en soledad en la mesa enorme de la cocina, en las
largas noches de invierno, debieron haber sido un suplicio para ella,
acostumbrada a tener la casa llena de hijos.
Pero, sin
embargo, nunca se lamentó de su destino. Sabía y comprendía que los hijos
habían formado sus propias familias. No quería molestar ni ser un estorbo en la
vida de nadie. Por eso, y pese a la soledad y al profundo dolor que sentía,
prefería vivir sola, rodeada de sus recuerdos.
Mamá era bien
alemana. De espíritu fuerte y alma noble, envejeció y enfermó calladamente, sin
incomodar a nadie. La internamos en el hospital y enseguida entregó su alma a
Dios. Se quedó dormida soñando el sueño de los justos, dejando que los vivos
continuaran con su vida diaria sin problemas. Hasta último momento preguntó por
sus hijos y deseaba saber qué hacían. Se sentía orgullosa de ellos. Sus hijos
eran el fruto que dejaba sobre la tierra, la descendencia que iba a perpetuar su
recuerdo.
Y nosotros
nos quedamos solos, sintiéndonos desprotegidos. Recién en ese instante doloroso
tomamos conciencia de que mamá podía irse para siempre de nuestro lado. Y nos
dimos cuenta tarde, muy tarde, que apenas conocíamos algunos hechos aislados de
su pasado. Ella muy pocas veces había contado cosas de su niñez y nosotros muy
pocas veces nos habíamos tomado el tiempo necesario para preguntarle. Claro,
mamá parecía eterna. Nunca se nos cruzó por la cabeza que mamá podía faltarnos
un día. Estábamos tan acostumbrados a sus consejos, a su comprensión, a sus
brazos abiertos en los que cobijaba nuestro dolor y disfrutaba nuestra dicha,
que se nos fue la vida sin apenas pensar en ella y llenarla de besos y gratitud
mientras la tuvimos cerca y viva.
Era imposible
no verla en la casa donde nacimos y crecimos, cocinando, lavando ropa, cuidando
el jardín o regando la quinta, mientras, con una sonrisa en los labios,
tarareaba una canción.
Pero mamá un
día se fue. Se marchó en silencio y sin molestar. Y la casa donde nacimos en la
colonia quedó vacía. Sin papá y sobre todo, sin mamá, nada era igual en ese
lugar. Las habitaciones, los muebles, y los recuerdos, seguían allí, es cierto,
pero los recuerdos no alcanzan para revivir a un ser querido. Y el paso del tiempo no es suficiente para llenar
el vacío, como tampoco son suficientes los años para mitigar el dolor que
provoca una muerte.
Esa descripción de lo que la madre le ocurría, es casi igual a lo que hoy ocurre con lo que se llama "el nido vacío". Los hijos se marchan, pero pocas veces agradecen los sacrificos y consejos de sus madres. Siempre hay que tener un rinconcito con su recuerdo!
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo contigo, María Teresa!
ResponderEliminar