¡Cómo añoro ese
universo mágico de sueños en que todo es posible! El frío del invierno
atormentando mi cabeza, el único espacio de todo mi cuerpo que se libraba de
los kilos de ropa con que mi madre me cubría. Su mano cálida, mientras
caminábamos hacia la escuela parroquial y un sin fin de sueños surgía en mi
alma libre de preocupaciones y problemas interminables que parecían tener las
personas mayores. Saltando entre charcos de agua y escarcha. Jugando a ser
grande cuando todavía era apenas un niño.
Recuerdo que una ventana separaba
nuestra casa de la del único vecino de la colonia que tenía una bicicleta. Por
ella me escapaba por las tardes a dar paseos sobre ruedas: vueltas y vueltas en
un patio inmenso, recorriendo un mundo de fantasía que llegaba hasta Alemania
ida y vuelta.
Y por las noches, un vaso de leche
tibia, pan casero; y mi camita arropada, siempre con olor a limpio. El beso de
mi madre, las canciones de mi padre, y las historias de horror con que mi
hermana me atormentaba antes de dormirme.
Hasta ir al baño podía ser una travesía
cuando un terrible monstruo escondido bajo la cama amenazaba con jalarnos por
los pies a un mundo distinto de este mundo...
Y otro día despertar y comenzar de cero, y soñar con lo que haremos ese día
y con lo que seremos cuando grandes... y construir castillos y convertirnos en
príncipes... y creer que el más terrible de los problemas es no saber resolver
una suma de cuatro dígitos... Y soñar... soñar... soñar... ¡Como extraño ser
niño!