Une
las manos como si rezara. Reflexiona en silencio. Sus ojos celestes se dilatan
en el horizonte del tiempo. Buscan en el recuerdo momentos que le marcaron la
vida, le cambiaron la existencia, el destino, o sencillamente le dejaron una
sonrisa o una tristeza en el alma.
Su
rostro se contrae en un aura de nostalgia y melancolía, iluminando las arrugas
en torno a su mirada gastada. Decanta el misterio de su pasado, que surge en un
murmullo, un susurro apenas, para comenzar a desandar el camino transitado.
Habla
de su niñez, de sus padres, de sus hermanos. De la carencia de afecto, de la falta
de alimentos. De un padre que no trabajaba. De un padre que bebía y golpeaba.
De una larga noche esperando el día para renacer del largo llanto compartido
con sus hermanos.
Nombra
personas que hoy solamente sobreviven en las pálidas fotografías de una tumba.
Relata travesuras cometidas con personas del ayer. Hermanos, amigos,
compañeros… con los que compartía partidos de fútbol, robaba frutas en las
quintas de los vecinos, asustaba ancianos (como él) durante las noches de invierno.
También refiere juegos que los niños de hoy olvidaron.
Cuenta
historias de su casamiento arreglado por conveniencia. De la soledad de vivir
en pareja sin amor. Del sufrimiento compartido sin un proyecto de vida. Y
nuevamente la carencia material y la necesidad profunda de afecto.
Y
los sueños que nunca existieron y si existieron él no se dio por enterado. Y
los hijos que se fueron yendo, de a uno, desangrando el hogar, que se casaron
lejos, que lo dejaron solo, y lo invitaron a ir a vivir a un geriátrico.