-Padre,
sospecho que mi mujer me engaña –confesó el colono en un torrente de palabras
para darse valor y decir lo que había venido a contar.
-Cálmate,
hijo mío. ¿Qué es lo que te hace sostener una afirmación tan grave? –preguntó
el cura en un susurro tenue y apagado que se diluyó entre las penumbras de la
amplia sala de la casa parroquial; donde había un escritorio, dos sillas, un
crucifijo y varias imágenes de santos colgados de la pared: el ambiente emanaba
una profunda austeridad.
-Ella
ya no es la misma. Cambió.
-¿Cómo
que cambió? –volvió a susurrar el cura pero esta vez levantando una ceja. Era
evidente que estaba intrigado e interesado en la aflicción que afectaba al
colono.
-Claro,
Padre. Cambió. Su carácter... –dudó-. No es el mismo... –otra vez titubeó-,
bajando la mirada-. Ella ya no es la misma mujer. ¡No es la misma! Ud. me
entiende, Padre.
-La
verdad que no, hijo. No comprendo ni una sola palabra. Tienes que ser más
explícito –se excusó el sacerdote en un hilo de voz que parecía no querer salir
de su garganta. Tosió incómodo.
-No
es fácil decir esto. Entiéndame, Padre. Pero necesito desahogarme. No puedo
más. Es intolerable vivir de esta manera. ¡Ayúdeme, Padre, se lo pido por
favor! –imploró el colono levantando súbitamente la mirada para clavarla en el
sacerdote que, imprevistamente, aturdido por el efecto cristalino de los ojos
celestes del agricultor, bajó los párpados e inclinó la cabeza. Unas gotas de
sudor perlaron su frente.
-Pero...
¿Cómo quieres que te ayude si no me dices lo que te pasa? ¿Es necesario que yo
intervenga en tu vida matrimonial...? –quiso excusarse el cura aunque debió
interrumpir enseguida lo que estaba argumentando, al levantar los ojos y
descubrir la mirada perpleja del colono. Era obligación moral –además de
tradicional- del sacerdote ayudar al colono.
-Está
bien... está bien... No me mires así. Cuéntame.
-Mi
esposa me engaña con otro.
El
cura lanzó un suspiró que más que un suspiro pareció un grito ahogado en el
pánico de su atribulado corazón.
-¿Qué...
–tartamudeo- qué... qué estás diciendo, hombre? Sabes bien... sabes
perfectamente que eso está prohibido por el sagrado sacramento... –pero no
consiguió concluir la frase.
-Sí,
sí, lo sé. Y también sé lo que digo.
-¿Estás
completamente seguro?
-¿Sí!
–gimió sin lograr contener las lágrimas.
-Pero...
¿Cómo? –preguntó el cura con voz angustiada-. Hace solamente seis meses que se
casaron. Era... perdón... –corrigió el sacerdote cada vez más nervioso-. Es...
es una muchacha de reputación impecable.
-Sin
embargo ahora... cambió. La poseyó el diablo.
-¡Qué
estás diciendo hombre! No blasfemes. Es tu esposa, tu mujer. La madre de tu
futuro hijo.
Reinó
el silencio. Un silencio profundo, pesado e incómodo.
-“¿Cómo
se habrá dado cuenta este pelmazo que Catalina se acuesta con otro?”, -se
preguntó el cura intrigado. -“¿Cómo? Seguramente...” –no concluyó su pensamiento.
-“Tengo que hacerlo entrar en razones... este bruto es capaz de matarla”.
El
sacerdote hizo gala de todo su poder de oratoria. Dos horas después, el colono
salió de la casa parroquial con una sonrisa de beatica estupidez en los labios,
despedido por la aliviada aunque húmeda y temblorosa mano del sacerdote, en
cuyos ojos brillaba la más terrenal y
humana lujuria. Al despachar al colono comprendió que podía continuar visitando
a Catalina sin problemas. El hombre se marchaba convencido que, a veces, las
mujeres tienen períodos de abstinencia sexual en los que prefieren no tener
ningún contacto carnal con el marido. “Esa actitud forma parte de la condición
biológica de la mujer”, le explicó el cura con lujo de detalles violentando la
inocencia del pobre hombre... tan crédulo de Dios y de la palabra del
sacerdote.
Ya
en su despacho, y luego de respirar aliviado, murmuró para sus adentros: “Ahora
sólo me resta hablar con Catalina, para que se comporte con mayor cautela.
Nadie debe sospechar nada”.
Y
nadie sospechó nada jamás