“No importa.
Que me miren, que me vean pasar, que opinen lo que quieran: que soy un viejo chocho,
que tiemblo al caminar, que babeo un poco al hablar, que repito varias veces
los mismos relatos en un dialogo, que soy hincha, que molesto… En fin, todas
esas cosas que piensan los jóvenes de los viejos. Cosas que piensan pero no se
atreven a decir. Porque son más sutiles: lo demuestran con gestos apenas
perceptibles, murmullos, susurros y sonrisas forzadas…
“Sí, no
importa. Que piensen lo que quieran. De todos modos voy a salir a caminar. A
recorrer la colonia, a ver la gente que la habita… hace tanto que no salgo que
ya ni acuerdo cómo son las personas de mi propio pueblo”.
Reflexiona el
anciano mientras se viste, lentamente, titubeando, con torpeza, sentado en la
cama. Se pone de pie; se mira en el espejo. Los ochenta años no llegaron solos,
piensa. Aunque se siente joven. Fuerte y de mente sana. Aún sirvo, piensa,
lástima que mis hijos y mis nueras no piensen lo mismo.
Sale de la
habitación, se dirige a la puerta de calle, va a posar la mano sobre el
picaporte cuando de súbito alguien lo detiene… Es su nuera. “¿Adónde va,
abuelo? No sabe que no puede salir solo a la calle? Es muy peligroso. Puede
perderse. O le puede pasar algo”.
El anciano la
mira y el universo de planes se le viene encima y lo aplasta. Sabe que no va a
poder salir a caminar como planeaba. Está preso en su propia casa. La casa que
le dejó en herencia a su hijo.
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