Miró hacia la calle. La oscuridad de la noche apenas le permitió distinguir la bomba de agua que se erguía enhiesta frente al corredor de la casa. Nada parecía moverse. El perro dormía en un rincón, acurrucado sobre el cuero de oveja.
Apartó la
vista de la ventana y la mirada tropezó con la imagen de la anciana, que
murmuraba una plegaria mientras entre las manos temblorosas sostenía un
rosario. Más allá, su hijo menor dormía recostado en dos sillas agrupadas junto
a la pared una al lado de la otra.
La cocina
estaba iluminada por la luz mortecina de una lámpara a kerosén que pendía del
techo. La mesa puesta, los platos servidos con guiso de arroz... Las sillas
desparramadas como al descuido, como si una trágica novedad hubiera alborotado
a la familia que hasta hace apenas unos momentos cenaba.
Lentamente
colocó cada silla en su lugar. Reunió los platos en una pila, vaciando el
contenido en la fuente que estaba en el centro de la mesa; juntó los cubierto.
Despacio. Como pensando cada gesto. Ni un suspiro, ni una palabra, ni un ruido:
sólo el breve rumor de los cubiertos dejaba oír su eco como una agonía en el
abismo del silencio nocturno y sepulcral.
La anciana
comenzó a sollozar quedamente. Dejó de rezar, se cubrió el rostro y murmuró “mi
hija, mi pobre hija”.
El hombre,
abatido, se derrumbó sobre una silla. Sus pupilas brillaron. Una lágrima rodó
por la mejilla. Suspiró hondo.
El reloj de
pared señaló las diez. Cada eco retumbó en la sala como el golpe de un
martillazo hundiendo los clavos de la tapa de un féretro.
Se levantó de
la silla. Caminó hacia el cuarto; abrió la puerta y... no pudo contener el
llanto que emergió de su alma como un torrente.
Sobre la cama
matrimonial, su mujer, con la mirada desorbitada, presa de una histeria próxima
a la locura, los pechos desnudos, intentaba porfiadamente, darle de mamar a un
niño envuelto en sangre, que hacía casi una hora había nacido muerto.
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