Mamá y papá
despidieron seis hijos. Seis veces se quedaron en el portal de casa agitando la
mano viendo como uno de sus hijos se iba de la colonia para hacer su vida. Seis
veces lloraron en silencio el amargo sentimiento de perder a un ser querido
que, aunque no fallecía, se iba para no volver. Seis veces experimentaron la
triste orfandad de contemplar otra cama vacía. Seis veces sintieron desangrarse
y seis veces descubrieron, cada vez mas azorados y melancólicos, como la casa
parecía volverse más inmensa y la soledad más dolorosa e insoportable.
Mamá y papá
no supieron o no quisieron aprender a vivir sin la presencia y la compañía de
sus hijos. Los extrañaban demasiado. Por lo que decidieron llenar la casa de
recuerdos y la convirtieron en un santuario dedicado a venerar el ayer.
Desempolvaron antiguos objetos que habían sido descartados por el uso y el paso
de los años y los atesoraron como reliquias. Buscaron en el desván y en
vetustos baúles, hasta dar con los juguetes del nene: sus soldaditos de plomo,
la vieja pelota de fútbol, los autitos de lata, las ya amarillentas revistas
Patoruzú; los chiches de la nena: sus muñecas, sus trapitos que simulaban ropa
de bebé. El traje que usaron el día que tomaron la Primera Comunión ;
los útiles escolares, manchados de tinta y gastados por el tiempo; las primeras
cartas de amor cuando adolescentes soñaban con el mañana compartido con un
querer que pronto olvidaron. Y tantas cosas más que los regocijaba en el
recuerdo y los hundía cada vez más en el olvido del presente.
Mamá y papá
envejecieron sin darse cuenta ni importarles el transcurso de los años y de la
vida. Su ciclo vital había concluido con la marcha de los hijos. Les dieron
vida, los criaron, los educaron, les entregaron lo mejor de sí mismos, y les
dieron alas. Y los hijos volaron. Se fueron como todos los hijos, sin volver la
mirada, dejando a los pobres padres soñando un regreso que nunca se produjo.
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