Soñar con volver y por fin regresar, son dos acciones bien diferentes.
Pensaba Richard Rigelhof rumiando palabras y sentimientos. Las palabras se enmarañaban en una sintaxis
deformada y tumultuosa en la mente devorada por el delirio de los recuerdos.
Los sentimientos se desgajaban en sensaciones que oprimían el corazón y
maltrataban el alma con ternuras y caricias que el transcurso de los años
pasados en la cárcel no habían podido sepultar.
Regresar... Verla de nuevo... Después de diez años, después de haberla
esperado tanto durante los primeros días de encierro y llorado los restantes
meses de olvido, un olvido que nunca llegó. Comprender que la vida de ella
continuó... Entender que también envejeció... Sospechar que tal vez amó a
alguien... Temer que se casó.
Bajó del ómnibus, que lo dejó en la avenida central de la colonia,
frente a la iglesia: a él, a su ropa raída y su pequeña maleta de cuero. El y
sus recuerdos. El y su dolor. El y su amor. Anacrónicos y fuera de lugar.
Caminó unos pasos... Se detuvo... La colonia había cambiado. “Claro,
diez años es mucho tiempo, demasiado”, reflexionó con tristeza.
Estaba desorientado. Esperó tanto por este instante que ahora que
lograba estar donde quería, no sabía qué hacer. Tampoco quedaba espacio para
dilatar nada. El destino lo esperaba. El final de su peregrinar se acercaba. Lo
intuía.
Marchó hacia la casa parroquial. Allí lo recibió el cura. Un hombre anciano pero de mirada
vivaz y severa. Lo hizo pasar al despacho. El forastero preguntó dónde vivía
Clara Liebermann. El sacerdote lo miró fijo. Hizo memoria... Una larga y
tediosa pausa. Un silencio parecido a la angustia envolvía a los dos hombres...
Y el cura recordó. El forastero era Richard Rigelhof, “el que hace diez años
mató de una puñalada en el corazón a aquel pobre muchacho, hijo de don Luciano”,
sentenció para sí mismo, castigándolo. El rostro lo delató. La mirada se trocó
en asco. “Me recuerda”, pensó el forastero.
“Los padres de Clara habían arreglado una boda conveniente para ella.
Conveniente no... acorde a su noble jerarquía social. Pero la tonta de Clara
amaba a este pobre diablo que no tenía donde caerse muerto”, continuó
reflexionando el sacerdote. “Eso desencadenó la tragedia”.
“Clara Liebermann se casó y se marchó de la colonia”, dijo por fin el
cura, con profunda amargura.
El forastero no se inmutó. No dijo nada. Tomó su valija y se marchó. Ya
en la calle, lloró, lloró desconsoladamente.
En la oficina parroquial, el cura seguía recordando. Clara nunca se
casó. Sus padres la encerraron en una habitación para que no escapara tras los
pasos del asesino. Tanto lo amaba. A los tres días de que la policía se llevara
al delincuente, la encontraron atiborrada de pastillas para dormir. Muerta.
“Fin de la historia”, exclamó el sacerdote, saliendo a la calle, rumbo
a la iglesia, para oficiar la misa de las seis de la tarde.
... Un pájaro atraviesa mi garganta...
ResponderEliminarEl amor tiene tantos matices...
EliminarMuchas gracias por visitar el blog, leer y dejar vuestras opiniones y sensaciones.
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