Amanece. El rocío le pone gotas de sudor a los caballos que tiran del
arado y perlas transparentes a las rosas que florecen en el jardín. El sol
asoma en el horizonte, limpio y puro, alargando sombras, entibiando la
mañana, alegrando el alma de esperanza y
sueños renovados. El labrador trabaja la tierra; la mujer desmaleza el jardín,
entre pétalos de colores.
La mañana se despereza y bosteza en una brisa que pasa y se pierde en
la vastedad de la pampa. En su agitar de alas acaricia los trigales, meciendo sus rubias cabecitas de oro llenas de granos
que el molinero transformará en harina y
el panadero en pan.
El cielo es un lienzo azul donde Dios dibuja una bandada de pájaros:
gorriones y tordos que en una estela de puntos oscuros, se diluye en el
horizonte. Unas nubes que pasan parecen siluetas blancas de formas varias.
Esbozos que perfilan el escenario donde se proyecta una casita de adobe, un
horno de barro exhalando humo, un molino, algunas vacas, una veintena de ovejas
y un perro celoso cuidándolas; una mujer desmalezando su jardín y un labrador
trabajando la tierra con un arado.
Un cuadro
de la Argentina naciendo al mundo: una familia de colonos alemanes del Volga
recién inmigrados al país a fines del siglo XIX colonizando la pampa virgen,
ese inmenso trozo de suelo donde en el futuro brillará el nombre de una ciudad,
Coronel Suárez, y el de tres pueblos: Santa Trinidad, San José y Santa María.
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