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miércoles, 22 de octubre de 2014

Historia de vida de Rosa Margarita Walter

Doña Rosa Margarita Walter era una anciana de cabellos canos. Tenía un rostro curtido de arrugas. Ojos claros como el cielo. Labios en los que apenas surgía alguna que otra sonrisa. Había cumplido noventa y dos años cuando murió. Se llevó en su ataúd, además de su Biblia y su rosario negro, la historia de su familia, de su localidad y de su propia vida. Lo poco que sobrevive de ella es lo que confesó a Periódico Cultural Hilando Recuerdos una tarde de invierno de hace ya unos cuantos años.

“Nací y me crié en el campo, lejos de la colonia. Entre las vacas, el barro y el trabajo duro –narró en su momento doña Rosa, con lágrimas en los ojos.
“Mis padres eran tremendamente severos. Mi papá me pegaba con el cinturón cada vez que se le antojada o estaba enojado por algo. Mi niñez estuvo llena de obligaciones. No se me permitía jugar. Siempre tenía que hacer alguna tarea. A los diez años tuve que empezar a ayudar a regar la quinta de verduras y a la mañana, bien temprano, a las cuatro de la madrugada, tenía que levantarme para colaborar a ordeñar las vacas. Yo no quería. Lloraba. Pataleaba. Porque sentía frío, porque se me helaban las manos. Porque tenía miedo que una vaca me pateara, como una vez sucedió: me lastimó la pierna hasta hacérmela sangrar. Pero no había caso. Mis padres no me escuchaban. Cuánto más lloraba y gritaba, más me pegaban para que me callara la boca y obedeciera.
“A los doce años me pusieron de niñera en la casa de una familia rica. Yo trabajaba y mamá recibía el sueldo. Allí pasé de todo. Me humillaron. Me trataron como una basura. Hasta intentaron violarme. El hijo del patrón, que tenía unos quince años, me agarró desprevenida cuando estaba tendiendo ropa. Me tiró al piso, me rompió el vestido, me manoseo, me dio una trompada en la cara porque no dejaba que él me violara. Me escapé como pude, dándole una patada entre las piernas. Cuando se enteró el patrón, me despidió.
“Al llegar a casa se lo conté a mis padres y en vez de comprenderme, me dieron una paliza que jamás voy a olvidar. Papá me dijo: “Seguro que lo provocaste”. Y  mamá me gritó: “Sos una egoísta. Solamente pensás en vos. ¿Me querés decir cómo vamos a hacer para comer sin tu sueldo? Tenés la idea fija. Querías revolcarte con el hijo del patrón y te salió mal. ¿No podías controlarte un poco y buscarte un macho pobre? ¡No, la señorita justo elige el hijo del patrón! ¿Qué le vamos a dar de comer a tus hermanos?”. Y mamá tenía razón. Éramos trece hermanos y el más chico recién había cumplido seis meses.
“Mis padres me dejaron de hablar por unos días. Ni me miraban. Y si lo hacían, me miraban con desprecio. Yo no hacía otra cosa que llorar y llorar. Me sentía culpable de ser la causante del sufrimiento de mis padres y del hambre de mis hermanos.
“Pasaron tres meses y nuevamente me entregaron a una familia rica como empleada doméstica. Esta vez el trabajo era en Capital Federal. Lejos. Bien lejos de mis padres, para que no me mandara ninguna macana y me escapara. Y mis nuevos patrones me llevaron en tren. Mis padres ni siquiera fueron a la estación a despedirme. La patrona le giraba mi sueldo a mi mamá por correo. Yo no pude volver durante cuatro  años. Durante todo ese tiempo no viví a mis padres y tampoco a ninguno de mis hermanos. No tenía permitido venir de visita porque no debía gastar nada de lo que ganaba. Tampoco podía salir a pasear en Buenos Aires porque no tenía un solo centavo. Mamá se quedaba con todo. Pasaba los días libres en la habitación llorando y pensando en mi familia.
“A los veinte –continúo relatando doña Rosa-, me casaron con el que sería mi marido hasta el día que se murió: estuvimos casados más de cincuenta años. Nos fuimos a vivir juntos después de pasar por la iglesia y de compartir una fiesta de bodas. Así empezó mi matrimonio. Sin saber nada de sexo. Sin haber visto nunca a un hombre desnudo. Cuando nos quedamos solos en el dormitorio, la primera noche, mi marido me miró fijo, casi con enojo porque yo estaba paralizada de miedo, me desvistió a medias, me arrojó sobre la cama, se me tiró encima, y comenzó a hacer algo que yo no entendía y que me dolía mucho. Me puse a llorar desconsoladamente. Me dio asco y miedo. No quería hacerlo más. Pero tuve que hacerlo aunque no lo deseaba, aunque me doliera y aunque sintiera asco. Porque era mi marido y tenía que hacerlo siempre que él quisiera, me dijo el sacerdote cuando indignada por el pecado que habíamos cometido se lo conté.
“A los nueve meses nació nuestro primer hijo. A los dos años nació otro. A los tres años, otro. A los cinco años, otro. Y así sucesivamente, hasta que terminé por parir dieciséis hijos. Ya no daba más. Mi cuerpo pedía descanso y tranquilidad. No quería sufrir más. Pero mi marido no entendía. Y siempre me buscaba. Hacía lo quería conmigo. Yo no podía decir nada porque era su esposa y una esposa debe obedecer a su marido en todo.
“Pasamos mucha miseria. Incluso hambre. Porque a mi marido no le gustaba trabajar y tomaba mucho: era un borracho. Si sobrevivimos fue gracias a la solidaridad de la gente de la colonia, que nos daba de todo: comida, ropa… ¡de todo!
“Mi esposo me pegaba mucho. Cuando estaba borracho también les pegaba a nuestros hijos. Todos le tenían pánico. Salían corriendo cuando lo veían venir. Porque siempre alguno la ligaba. Pegaba muy duro. Nos lastimó el cuerpo varias veces con  golpes y cortes en la cabeza.
“Con esa angustia permanente nuestros hijos fueron creciendo. De a poco comenzaron a huir de nuestra casa. Ninguno de los varones se quedó conmigo para defenderme de mi marido, que me pegó durante toda su vida. Vivía enojado. Con nosotros. Con el vecino. Con la gente. Con el mundo entero. Nos culpaba de todo. Y descargaba la bronca pegándonos cada vez con más fuerza.
“Mi marido vivió hasta los setenta y dos años. El día que murió no pude llorar. Tampoco pude llorar la tarde en que lo sepultaron. En vez de dolor sentí alivio. Eso me generó culpa, sentí que estaba en pecado con Dios.
“Empecé a ir a misa casi todos los días. A confesarme cada vez que podía. El sacerdote me retaba por los pensamientos de paz que tenía y por no haber llorado a mi marido. Me dijo que rezara el rosario y así lo hice. Usé luto siempre. Nunca me pude perdonar por haber cometido semejante pecado. Nunca me perdoné todo el dolor que le causé a todos: a mis padres, sobre todo, que lloraron mucho por mi causa. Ellos me educaron para ser una buena persona y no lo fui. Nunca lo fui. No es verdad lo que dicen mis hijos, que me consuelan diciendo que soy una buena madre, que fui una buena esposa, que soy una mujer que sufrió mucho. Que Dios me va a perdonar. Que no me preocupe tanto por eso. Pero yo sé que ellos lo dicen porque me quieren mucho y para que me quede tranquila, para no verme llorar. Ellos no entienden que hice sufrir a mucha gente”. (Hilando Recuerdos - Julio César Melchior).

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