El verdadero
valor de las cosas está en lo cotidiano, en los hechos simples de la vida
diaria. En los gestos que se tributan a los hijos, la ternura que se entrega a
los padres; en el brillo de una mirada arrullando nuestra tristeza; la sonrisa
de un alma compartiendo nuestra alegría; y tantas pero tantas vivencias
sencillas que de tan sencillas y cotidianas olvidamos que son lo más importante
de la existencia y que serán lo único que harán trascender nuestra vida. Porque
cuando ya no estemos en este universo caótico nadie recordará el grosor de
nuestra billetera como tampoco recordará las posesiones materiales que pudimos haber
poseído alguna vez; pero sí, todos, absolutamente todos a los que amamos, tendrán
presente eternamente el amor que habremos sido capaces de entregar sin pedir ni
exigir nada a cambio. Ese amor puro, franco, que se da con el corazón, sin
palabras ni ostentación, nada más que con una entrega silenciosa y solidaria,
con una profunda convicción y sentimientos desinteresados.
Sólo el amor,
sólo la familia, nos mantendrán vivos permanentemente y nos educarán en la fe
en Dios. Y sólo así sabremos que hemos vivido plenamente. Tan plenamente como
nuestros ancestros, nuestros abuelos, nuestros padres... que siempre, minuto a
minuto, cotidianamente, nos demostraron con el ejemplo lo que significa ser
mujeres y hombres de bien. Respetables y honestos.
Sigamos su
ejemplo de vida y llegaremos, al igual que ellos lo hicieron, a la felicidad
suprema de saber que no hemos vivido en vano. (Julio César Melchior)
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