Conversamos
en dialecto. Me confesó secretos muy íntimos. Me habló de su alma desvastada
por el viento de la soledad y de su corazón huérfano de amor. Me contó de los
largos atardeceres de otoño sentada junto a la ventana tejiendo una bufanda
interminable, mientras dialoga consigo mismo, reflexionando, pensando, llorando
en silencio. Dejando que el tiempo transcurra como tren que corre sobre rieles
que lo conducen al pasado, hacia esa estación Terminal llamada olvido. “Porque
–según sostiene- muy pocos las recordarán, solamente su hijo. Me siento tan
sola. Soy puro recuerdo”. Y así es doña Emilia Schmidt: recuerdo, puro
recuerdo.
Nació en las
colonias. Se crió en una casa humilde, con paredes de adobe y pisos de tierra. Con
pocos muebles, los necesarios para tener donde comer y dormir; poco alimento,
el necesario para sobrevivir. En el seno de una familia que no tuvo límites a
la hora de tener hijos… “Los lanzaba al mundo casi inconscientemente –sentencia
doña Emilia-, sin prever las consecuencias ni el estado de pobreza en el que
vivíamos y que se agravaba con cada nuevo hijo que llegaba y que había que
alimentar”.
Desde muy
pequeña tuvo que hacer de madre, colaborar en la crianza de sus hermanos. Lo
que le dejó poco espacio para jugar, para ser niña, para asistir a la escuela… Saltó
de la niñez a la adolescencia sin escalas, y de la adolescencia a la adultez
sin disfrutar nada ni adquirir experiencias de vida. Todo fue abrupto. Hasta la
ida del hogar. Que se pareció mucho a la marcha hacia el exilio: la madre la
envió a trabajar a Buenos Aires, a casa de una familia rica. “Todos los meses
–rememora sin reproches- tuve que girar mi sueldo entero a casa. Por lo que
pasaba mis días en la Capital
trabajando, sin dinero para poder salir ni conocer nada. No tenía más remedio
que llevar esa existencia. Recién a los tres meses de estar en Buenos Aires me
alejé un poco del barrio en el que vivía”.
El destino
siguió su curso, escribiendo los sucesos que marcarían a doña Emilia. Y un día
le presentó a Miguel, un amigo de la casa donde trabajaba.
“Enseguida me
sentí deslumbrada –evoca-. Era un caballero. Me enamoré. Nos veíamos en
secreto. Fui tan ingenua. No me daba cuenta que una historia de amor tan dispar
no podía conducir a un final feliz. Yo sólo era una pobre empleada que apenas
sabía hablar un poco de castellano y nada más”.
La historia
–como la llama doña Emilia-, se prolongó durante un año. Los meses precisos
para apagar el fuego varonil de Miguel en cuartos de hotel y dejarla abandonada
con un hijo. Terminó en la calle, discriminada por una sociedad que en 1950 no
perdonaba a una madre soltera.
“Deambulé por
Buenos Aires llorando –revive no sin repetir el mismo amargo llanto-. Trabajé
en cientos de lugares para alimentar a mi hijo. Logré criar a mi hijo sola. El
tiempo volvió a pasar –acelera el relato-, y un día pude tener mi casa propia”.
Confiesa que
no regresó a las colonias. Ni siquiera escribió una carta. “No quería que me
señalaran con el dedo ni que mis padres se avergonzaran de mí… y menos que
sufrieran por mi culpa. Recién me animé
a retornar veinte años después. Y hoy. En que mi hijo se propuso reconstruir su
pasado, ‘armar’ su árbol genealógico, y fue inevitable volver”.
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