Doña Luisa se secó las manos en el
delantal. Puso a un lado la palangana con agua en la que lavaba dos
repasadores. Caminó hacia la casa e ingresó a la cocina. Tomó una cuchara de
madera y revolvió el contenido de una cacerola que estaba cocinándose sobre la
cocina a leña. Bajó el paquete de yerba de la alacena. Buscó el mate, la
bombilla; arrimó al fuego la pava para terminar de calentar el agua. Y cuando
hubo probado los primeros mates, se sentó junto a la mesa, en silencio. Un silencio
que duró poco.
Encendió la radio. Un locutor, con voz
grave y solemne, informó los nombres de las personas fallecidas en la
localidad.
Se puso de pie. Salió al patio. Miró hacia
la calle, luego hacia el patio de la vecina. Allí descubrió a doña Ana. La llamó
para contarle la novedad que escuchó en la radio.
Hablaron sobre los muertos. Cómo murieron.
Cuándo. La hora del entierro. Se condolieron del sufrimiento de las familias. Suspiraron
al unísono, exclamando “no somos nada” y “Dios los tenga en la gloria”. Intercambiaron
conocimientos adquiridos durante largas noches de vigilia en prologados
velorios de seres queridos fallecidos en terribles circunstancias o muertos a
causa de enfermedades terminales. Hablaron de manera explícita. Cruda. Sin miedo
a la muerte.
Las ancianas hablaron y hablaron. Vestidas
de negro. Delantal gris. Bajo la sombra de un sauce llorón, paradas cerca de la
bomba de agua, sobre cuya pileta de cemento esperaba la palangana con los dos
repasadores para ser lavados.
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