Rescata

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lunes, 27 de junio de 2016

El abuelo Ignacio Strevensky nos cuenta su vida

Las fotografías hablan. Cuentan la historia en imágenes. Muestran la realidad que las palabras no alcanzan a describir. Y don Ignacio lo sabe. Por eso las guarda, las cuida y las protege. Porque rememoran cada momento de su vida. Porque son un testimonio fehaciente de que alguna vez vivió todo lo que recuerda.

Don Ignacio nos recibe en pantuflas. Las arrastra como los casi noventa años que carga sobre sus espaldas. Con pesadez y resignación. Los días no transcurrieron en vano. Dejaron su impronta en su cuerpo y en su espíritu. Tembloroso y endeble, sonríe, sin embargo, sin reproches a la vida, y se sienta a la mesa, frente a un sobre color amarillo sucio, viejo y rasgado, de donde extrae fotografías color sepia, blanco y negro y pálidas imágenes en color. Todo el tesoro material que la vida le permitió acumular. Dice que no tiene otros bienes más que esos recuerdos que se van borrando a pesar del cuidado que les confiere. Acota que no tiene ni casa ni familia, que vive de prestado en el geriátrico que lo cobija y que de allí lo van a sacar muerto. Deja bien en claro que tiene asumido el final de su destino.
Con precisión y detalle explica quiénes aparecen retratados en las fotografías: su madre, que lo quería mucho, que jamás le pegó, que le enseñó a rezar, que todos los domingos lo mandaba a misa, que cocinaba Wicklnudel, Maultasche, Klees… Que horneaba el Kalach y los Dünnekuche en el horno de barro. Cómo se las arregló para criar y educar decentemente dieciséis hijos. Y su padre, de carácter autoritario. Gritón y mandón. Que no lo dejaba jugar. Que siempre lo tenía que ver haciendo algo útil: carpir la quinta, regar las verduras, limpiar el chiquero, el gallinero, darle de comer a los cerdos y las gallinas, encerrar y ordeñar las vacas de madrugada. “Mamá y papá eran dos universos bien distintos. Al lado de mamá, agarrado de su delantal, uno se sentía seguro y protegido. Con papá uno sentía miedo. Nos retaba por todo. Nos pegaba si nos portábamos mal: me castigó muchas veces con el cinturón –confiesa don Ignacio- porque no había cumplido con la tarea como él lo esperaba que lo hiciera. Era muy severo y meticuloso. Todo tenía que hacerse como él quería. Si él decía que un cosa era blanca, tenía que ser blanca. No había lugar para la duda”.
Habla de sus hermanos. De una casa humilde. De la comida que nunca alcanzaba. Del sacerdote que se metía en todo. De las religiosas que lo maltrataban en la escuela pegándole con el puntero o haciéndolo arrodillar sobre sal gruesa. De la comunidad que era muy solidaria y generosa. Más sencilla que la actual. Que la envidia no existía. Que los vecinos se ayudaban unos a otros. Que los vecinos se visitaban. Que la palabra empeñada tenía valor de documento escrito y firmado. Que se era feliz con lo que se tenía “y no como hoy que todo el mundo tiene y desea más de lo que puede disfrutar y, sin embargo, nunca le alcanza”.
Las fotografías, sus miradas, sus gestos, sus tonos de voz, transmiten diferentes experiencias, recuerdos, conocimientos y sensaciones. Cuenta que la vida fue dura con él pero que le enseñó mucho. Le enseñó a valorar lo que tiene. Poco o mucho es suyo y tuvo que luchar para tenerlo.
Va desgranando su niñez: cuando tomó la primera comunión, la confirmación, las clases de alemán, los nombres de las hermanas religiosas que le enseñaron a leer y escribir, alguna que otra travesura. Se extravía en detalles nimios pero regresa a lo sustancial. La memoria emotiva le juega una mala pasada. Está feliz porque una persona le presta atención y escucha las historias que tiene para contar.
Así se va la tarde y con ella un recorrido retrospectivo por la vida de don Agustín. Con sus angustias y alegrías. La muerte de sus padres. De alguno de sus hermanos. La felicidad de una novia y la tristeza de un hijo que no pudo nacer. La dicha de saber que amó y lo amaron. La melancolía de la soledad y el olvido de la vida, que le quitó a su esposa y lo confinó a un geriátrico.

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