Paredes de adobe. Paja en el techo. Casa
humilde. Habitantes dignos. Un hombre, una mujer, nueve niños labrando la
tierra. Se despiertan con el sol y se van a dormir cuando cae en el horizonte
despertando a la luna y las estrellas. Siembran, cosechan, prosperan, crecen.
Año tras año. Mientras los días pasan y con ellos la vida.
El arado va abriendo surcos en la tierra
y el tiempo va trazando arrugas en las manos y las frentes de las personas. Las
moldea, cincela su carácter, forja su voluntad, los vuelve tercos a la
adversidad, y seguros frente a la fatalidad. Ni las tormentas furiosas, ni las
heladas que todo lo marchitan llevándose cosechas enteras, doblegan sus
espaldas. No hay nada que los venza. Nada que pueda con ellos. Son obstinados.
Sin más arma que la esperanza, más fe
que en Dios, y más sueño que transformar la tierra en prosperidad, continúan
trabajando, trabajando, siempre trabajando.
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