“Caminante no hay camino, se hace camino al andar…” Y al
andar se dejan estelas en la mar que, al mirar atrás, son nuestras huellas en
el camino. Jirones de vida y destino que dejamos en el pasado para construir
este futuro. Este ahora que en mis manos, ajadas y viejas, no logran contener
en toda su inmensidad tanta angustia, devastación y desolación que me dejó el
ayer. Cuando lleno de sueños embarqué hacia la Argentina, con mi esposa y mis hijos. Mis baúles y mis miserias.
Mi adiós a la tierra volguense y mi esperanza desmedida en el futuro argentino.
Y no hubo tal futuro. No hubo
nada. Solamente amargura tras amargura. Fracaso tras fracaso. Llorando muertos
tras muertos. Llorando partidas y continuando a pesar de todo. Cada vez más
solo, cada vez mas desesperado y cada vez mas decepcionado de la vida. Primero
mi esposa. Muerta por la epidemia. Después mis hijos. Difteria y otros males.
Todo me lo llevó Dios. Todo lo perdí. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué tenía que
aprender? ¿A sufrir? ¿Qué culpa tenían mis hijos y mi esposa con mi
aprendizaje? Es ilógico escuchar esa explicación del cura: Toda muerte nos
enseña algo. ¿A quién? ¿Por qué alguien debe entregar su vida para enseñarle
algo a una persona que continúa, supuestamente, disfrutando de la vida? No
tiene lógica. Nada tiene lógica. Ni que mis tres hijos y mi esposa hayan muerto
y yo, totalmente solo, desgarrado de dolor, hoy esté cumpliendo 98 años.
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