Ver por última vez las aguas del río Volga, desencadenó
en él una revolución interna de sensaciones e imágenes: mi abuelo intuyó con
absoluta certeza, que jamás iba a regresar a la aldea, que las circunstancias
de la vida, llámense económicas, sociales, políticas, o simplemente destino,
nunca se lo iban a permitir.
Quiso retener en su memoria el fluir del agua, su color
intenso, la bravura de su ímpetu; pero, muy en el fondo de su alma, sabía que
eso era imposible, porque el transcurrir del tiempo
siempre diluye los recuerdos, primero los pinta de color sepia y finalmente los
transforma y los aleja, hasta quitarles nitidez y emoción.
Agitó las riendas y los
caballos se pusieron en marcha, arrastrando el carro en el que viajaban mi
abuelo, su esposa, sus cinco hijos, tres baúles y unas pocas cosas que pudieron
llevar.
En la aldea quedaba no solamente el pasado, una vivienda, su hogar, al que jamás regresarían, sino padres, hermanos, tíos y abuelos. Un universo de gente que los veía alejarse en el horizonte, envueltos en una bruma de polvo, que levantaban los caballos y el carro al cruzar la inmensidad rusa rumbo a la estación, donde abordarían el tren que los llevaría a Alemania, para, en el puerto de Bremen, embarcar rumbo a la Argentina.
En la aldea quedaba no solamente el pasado, una vivienda, su hogar, al que jamás regresarían, sino padres, hermanos, tíos y abuelos. Un universo de gente que los veía alejarse en el horizonte, envueltos en una bruma de polvo, que levantaban los caballos y el carro al cruzar la inmensidad rusa rumbo a la estación, donde abordarían el tren que los llevaría a Alemania, para, en el puerto de Bremen, embarcar rumbo a la Argentina.
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