Rescata

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martes, 19 de marzo de 2019

La ropa remendada y los sueños de don Pedro

Llevaba en el pantalón dos grandes parches de tela, uno en cada pierna. Dos remiendos casi tan largos como la prenda que vestía y que doña Elisa había cosido con suma paciencia y aplicación, aprovechando un retazo de tela de color muy semejante. Por lo que el pantalón era de un color indefinido a causa de los múltiples lavados al que había sido objeto y los parches se destacaban por su tono impoluto. 
Completaba su atuendo una camisa, también remendada aquí y allá, con algún parche de tela, recreando el mismo contraste entre colores avejentados por el uso y el color de la tela recién estrenada, como en el pantalón, y alpargatas agujereadas, en las que asomaban, curiosos, los dedos gordos del pie.
Era la vestimenta que don Pedro usaba para trabajar en el campo. Doña Elisa aprovechaba a lavarla los domingos, cuando su marido se cambiaba de ropa para asistir a misa. Durante esa jornada lucía un atuendo especialmente reservado para cumplir con los preceptos de adorar a Dios por la mañana, almorzar en familia durante el mediodía e ir de visita por las tardes, a visitar a sus suegros.
Don Pedro caminaba siguiendo la huella que el arado mancera, tirado por un caballo, abría en la tierra, en el potrero ubicado detrás de la vivienda, donde vivía junto con su esposa y sus nueve hijos. 
Iba pensativo. Reconcentrado. Pensando que ya habían transcurrido más de veinte años desde el día que llegaron al lugar y comenzaron a fabricar los adobes para levantar el humilde rancho en el que todavía vivían. Un rancho que iba a ser su vivienda temporaria y terminó siendo su hogar definitivo. El trabajo para roturar la tierra virgen había llevado más tiempo del esperado, las tres primeras cosechas resultaron un fracaso muy duro para sobrellevar y los hijos habían llegado demasiado rápido y en demasiada cantidad. 
También pensaba en sus padres y en sus hermanos, que permanecieron allá en el Volga, en la aldea, seguramente esperando una carta que nunca llegó, porque él no se atrevió a escribirles para contarles de su nostalgia, de su honda tristeza y de lo mal que lo pasó durante los primeros años. Incluso en la actualidad, siendo dueño de un pedazo de tierra, su situación no había cambiado demasiado. La última cosecha fracasó. La helada se la llevó. Y hacía meses que no llovía. La tierra, además de estar cada día más seca, se iba endureciendo como una piedra. Ya pronto sería inútil intentar arar. Sin arada no habría cosecha y sin cosecha, no habría futuro. Y don Pedro lo sabía.

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