Los domingos de Pascua los niños se levantaban muy
temprano a la mañana, porque sabían que durante la noche había pasado por sus
hogares el Conejo de Pascua para obsequiarles huevos multicolores, que
invariablemente depositaba en los nidos que construían para tal fin dentro de
cajas, palanganas o algún pequeño tarro, con paja, yuyos y, a veces, papel
cortado en pequeños trozos.
Estos obsequios que el
Osterhase dejaba eran huevos de gallina teñidos y decorados primorosamente por
las madres o alguna abuela que se esmeraba en mantener vigente esta milenaria
tradición. Para ello, hacían uso de artilugios secretamente guardados durante
generaciones en la familia. Para la obtención de los colores para pintar los
huevos y posteriormente decorarlos con delicados trazos, utilizaban el agua
donde habían hervido remolachas para crear el rojo, el agua de las cebollas
para darle vida al amarillo, procedimiento que se repetía con la acelga para el
verde y con otras verduras y hortalizas para obtener una amplia y variada paleta
de tonos. Previo a esto, los huevos eran hervidos durante diez minutos,
aproximadamente. Algunas abuelas también podían llegar a lustrarlos con grasa
de cerdo para que lucieran más brillantes y apetitosos.
Los niños de aquella
época, hoy ya personas mayores, cuentan que jamás volvieron a ver huevos de
Pascua tan hermosos ni tan ricos. También recuerdan que, durante su infancia,
se preguntaban cómo era posible que el conejo ingresara al patio y se metiera
en la casa con su canasta llena de huevos sin que los perros lo notaran. Porque
ni una vez, en todos los años que los huevos de Pascua aparecieron en los
nidos, los perros ladraron. Es que es un conejito muy inteligente y astuto
respondía la madre cuando insistían en obtener una respuesta, mientras la abuela,
más sabia, les confesaba el secreto: el conejo de Pascua tiene una pócima
especial que los duerme. (Autor: Julio César Melchior).
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