Hacía una hora que habían terminado de almorzar. La
colonia estaba en silencio. Los niños seguramente estarían en la pileta del
club o en el arroyo, disfrutando del verano. En los tiempos modernos que corren
ya ningún padre obligaba a sus hijos a dormir la siesta.
Don Pedro llevó una silla bajo el nogal y se sentó. También
llevaba un libro.
Miró hacia la huerta. Las plantas de tomates
florecían. Algún pájaro atrevido picoteaba la
lechuga. Más allá, los frutales exhibían sus ciruelas y sus manzanas. La casa
estaba en silencio. Don Pedro era viudo y vivía solo desde hacía cinco años.
Miró la tapa del libro: un
grupo de niños con juegos tradicionales parecían mirarlo desde el pasado e
invitarlo a jugar los juegos que jugó cuando fue niño igual que ellos.
Una profunda nostalgia
anidó en su alma. Recordó a su madre, muerta hacía tantos años que ya ni sabía
cuántos, a sus hermanos y a sus primos, los amigos, la escuela primaria…
Los ojos se le llenaron de
lágrimas. La vida había pasado tan rápido.
Abrió el libro y, antes de
empezar a leer, lo ojeó. Y un universo casi olvidado renació en su memoria,
junto a decenas de vivencias, remembranzas de personas y lugares que ya casi no
existían comenzaron a surgir como si nunca se hubieran ido. El libro traía al
presente la niñez en la colonia de antaño. Rescataba al Pelznickel, al
Christkindie, las tradicionales celebraciones de Navidad y de Año Nuevo, la
manera de educar de los padres, la severidad de las maestras de entonces y sus
métodos de enseñanza, canciones infantiles… Don Pedro, desbordado por la
emoción, tarareó: Tros, tros, trillie, der Bauer ot ain Fillie…”.
El libro que tenía en sus manos era “La infancia de los alemanes del
Volga”, del escritor Julio César Melchior. (Autor: Julio César Melchior).
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