Luis era hijo de don Pedro
Enrique Streitenberger, el hombre que poseía la casa más grande y más bella de
la colonia. Construida en la calle principal, cerca de la iglesia, la vivienda
se destacaba no solamente por su grandeza y su belleza, sino también por la
calidad y la ornamentación de sus puertas y ventanas y por poseer un baño con inodoro,
lavatorio con canillas y una ducha con una tina enorme, en vez de un rústico Nuschnick, levantado a treinta metros de la
casa.
Luis
tenía diez años y acceso a todos los juguetes que eran posibles comprar en la
ciudad, cada vez que don Pedro Enrique Streitenberger viajaba para realizar
algún tipo de transacción comercial, como vender el trigo de la cosecha,
comercializar los vacunos o comprar algún tipo de herramienta moderna.
Fue
así que un día, Luis deslumbró a sus amigos con una pelota de fútbol de cuero,
para más datos una número cinco, y un par de botines, también de cuero.
La
novedad recorrió la colonia y en segundos una multitud de niños curiosos llenó
el baldío donde habitualmente jugaban al fútbol.
Luis
se convirtió rápidamente en el niño más popular y en el niño cuya amistad todos
deseaban. Pero, en todas las relaciones humanas siempre hay un pero, Luis no
quería ser amigo de todos los niños sino de los que él juzgaba merecedores de
poder acceder al privilegio de jugar con su balón y acceder a su casa. Algo de
lo que muy pocos podían presumir. Ya que en la colonia no todos estaban en su
nivel social. Ni siquiera cerca.
Así
que esto originó un conflicto entre los niños, que desembocó en varias grescas
que se resolvieron a golpes de puño durante los recreos, y en un problema
mayúsculo para los otros padres, la mayoría humildes peones de campo, que no
encontraban la forma de explicarles a sus hijos que, para ellos, era
económicamente imposible comprar semejante regalo para sus hijos. Comprarlo hubiese
significado no comer durante semanas o, quizá, hasta meses.
El revuelo infantil se
prolongó durante casi un año, hasta que otro niño, de once años, el gordo
Scheffer, como lo conocían sus camaradas, se cansó de pedirle, primero prestado
el balón, y después rogarle que lo deje participar en los partidos que se
armaban en el baldío, aunque más no sea como arquero, le robó un cuchillo a su
madre y le destrozó a Luis su amada pelota de cuero número cinco metiéndole
seis tajos. (Autor: Julio César Melchior).
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