Al amanecer la colonia se llenaba
de carros y gritos de personas pregonando sus productos. Por las calles de
tierra, pasando frente a las casas de todos los vecinos, en algunos ingresando
a los patios para tomar unos mates o probar un Kreppel recién elaborado, el
carnicero, panadero, lechero, el verdulero, almacenero a veces, se sumaba el
papero, algún frutero con manzanas frescas de
alguna huerta de las cercanías de la colonia, todos con carros especialmente
acondicionados para sus respectivos menesteres.
Las
amas de casa salían a la vereda a comprar la carne con un plato o una bandeja,
según la cantidad de comensales que componían la mesa familiar o lo que la
cocinera ese día tuviera planeado cocinar. Siempre llevando en mano, la
infaltable libreta en la que registraba la compra diaria, que se cancelaba al
final de cada mes. También existían excepciones, con familias que recién
abonaban la deuda al terminar el año, después de la cosecha.
El
carnicero llevaba en su carro, realizado en chapa, de forma abovedada, para
proteger los productos de la intemperie, todos los cortes colgados al costado,
en los ganchos, y algo fino en las cajoneras para los clientes especiales. El
serrucho en la ranura de un improvisado mostrador, colocado en la parte trasera,
desde donde se despachaba los cortes, la balanza colgada del techo, dos o tres
cuchillos con buen filo, algunas chairas…
No había día de tormenta ni
aguacero que los detuviera. Tampoco jornada de excesivo calor. Jamás dejaban de
cumplir con los clientes. La carne para el almuerzo no debía faltar y el pan
diario tampoco. Lo mismo que los productos de almacén. El comerciante era fiel
con sus clientes y los clientes fieles a su comerciante y la palabra era ley.
(Autor: Julio César Melchior).
No hay comentarios:
Publicar un comentario