Mamá se levantaba bien temprano,
generalmente a las cuatro de la madrugada, para ayudar a papá a ordeñar las
vacas. Después encendía el horno de barro que estaba detrás de la casa y
comenzaba a amasar el pan del día. Sus manos trabajaban la masa con el palote
sobre una mesa de madera curtida, llena de años y de cicatrices. Amanecía y el
rocío caía desde el cielo humedeciendo su cabello cano. Tanto en verano como
en invierno, con heladas o sin ellas, mi madre
siempre se las arregló para tener el pan sobre la mesa a la hora del desayuno.
Ese pan rico para untar con manteca y miel y acompañar el chorizo seco, las
morcillas y los dulces caseros.
En mi
alma de niño todavía la veo a mi madre parada junto a la mesa, en la cocina,
cortando rebanadas de pan recién horneadas para su marido y sus hijos; conservo
en mi memoria el aroma a café con leche impregnando la casa; y el sol asomando
en el horizonte, allá lejos, donde mora Dios. (Autor: Julio César Melchior).
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