Las niñas pasaban de la infancia
a la adultez sin punto intermedio. Mi abuela paterna Ana, a los ocho años, ya
tenía que ayudar a su madre a lavar la ropa de toda la familia en enorme
fuentones, sacando agua con ayuda de una bomba. Las jornadas de lavado
comenzaban ni bien amanecía y duraban varias horas y, la mayoría de las veces,
varias mañanas, porque, generalmente, la familia estaba compuesta por más de
seis varones, a lo que se le sumaba la ropa de algún familiar soltero, de los abuelos
y de los futuros yernos y cuñados. Toda la ropa estaba muy sucia, sucia de
tierra y grasa, porque todos los hombres desarrollaban tareas rurales. La ropa
era muy difícil de lavar porque solamente se contaba con la ayuda de la tabla
de lavar y del jabón casero que se elaboraba en la época de las carneadas.
Muchas veces, las manos de las más pequeñas terminaban llenas de ampollas y no
pocas veces, en carne viva. Y ni qué decir del sufrimiento que soportaban,
tanto las niñas como las madres y las mujeres todas, al tener que lavar bajo la
intemperie y el intenso frío de las heladas en invierno y el calor durante el
verano. Porque demás está decir que no existían ni lavaderos ni lavaropas ni
ningún tipo de comodidades a las cuales estamos acostumbrados en la actualidad.
Se lavaba a la mañana hasta que
llegaba la hora de preparar el almuerzo. En ese momento, dependiendo de la
cantidad de hijas, las madres decidían quienes continuaban lavando ropa y
quienes la seguían a la cocina a colaborar en la preparación del almuerzo.
Mientras esto sucedía, otro grupo
de niñas de la casa, también con la salida del sol, recuerda mi abuela materna
María, tenía que hacer las camas y limpiar las habitaciones y dejar todo
pulcramente ordenado y barrido el piso.
Después del almuerzo, rememora mi
abuela paterna Ana, había que lavar los platos, las cacerolas, que siempre eran
un montón, porque siempre éramos un número increíble de gente compartiendo la
mesa, entre padres, más de diez hijos, mis abuelos y una tía viuda que vivía en
casa.
A la tarde, después de la siesta,
evoca mi abuela materna María, teníamos que amasar Kreppel para la hora del
mate mientras algunas de nosotras empezábamos a bajar la ropa de los tendales y
a plancharla con las pesadas planchas a carbón. Las planchas eran más pesadas
que nosotras. Además había que agitarlas para que funcionaran bien. Cuántas
veces me quemé los dedos y los brazos! -suspira.
Mientras las más pequeñas
planchaban, otro grupo tenía que ayudar a regar la quinta. Un trabajo que no
solo llevaba horas sino que también estaba compuesto de varias tareas, además
de regar, había que trasplantar y carpir. La quinta siempre debía lucir pulcra.
Y al atardecer, otra vez, algunas
a la cocina, a preparar la cena, agrega mi abuela paterna Ana.
Y eso no era todo -acota mi
abuela materna María. Las niñas, desde muy chicas, también teníamos que
remendar la ropa, empezar a aprender a coser, bordar y cocinar. Ya nos iban
educando para el matrimonio. La mayoría de mis hermanas y primas se casaron
entre los catorce y dieciocho años.
(Para
los que conocer más sobre la vida de nuestras abuelas y madres o sobre nuestros
antepasados mujeres, les recomiendo leer mi libro "La vida privada de las
mujeres alemanas del Volga"). (Autor: Julio César Melchior).
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