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miércoles, 13 de mayo de 2020

El abuelo Pedro y su infancia en el campo

El reloj marcaba las cuatro de la mañana. Don Pedro, por aquel entonces un niño de nueve años, andaba a oscuras y a tientas, pisando escarcha, reuniendo los caballos en el potrero, detrás de la casa. Tenía que reunirlos a todos, más de veinte, antes de que aparecieran su padre y sus hermanos, listos para salir al campo a arar. Don Pedro no solamente debía encontrarlos en la oscuridad, porque apenas brillaban algunas estrellas, y hacía un frío insoportable, que helaba las orejas y la nariz, sino que tenía que sujetarlos a los arados respectivos, que, por aquellos años, eran tirados por caballos.
Mientras él cumplía con su tarea diaria, sus padres, mamá y papá, juntos con sus hijos e hijas, que iban desde los diez hasta los dieciocho años, ordeñaban las vacas, sentados bajo la intemperie, con las manos coloradas y la cara ardiendo del tremendo frío que hacía.
Don Pedro, actualmente con casi noventa años, recuerda que, sin embargo, nadie se quejaba. "Es más -afirma-, mi padre silvaba mientras ordeñaba y mis hermanos hacían bromas y competían para ver quién de todos ordeñaba más vacas lecheras".
"Mis padres seguramente estaban felices porque lo tenían todo" -sostiene-. Tenían trabajo, que les proveía casa y comida, y un sueldo. Ellos pudieron criar a sus once hijos sin problemas. Porque vivimos en ese ranchito de adobe hasta que todos los hijos se fueron casando y mis padres se jubilaron. Me acuerdo que era una casita muy precaria, con una cocina y dos habitaciones. Después mi padre levantó otra, con sus propias manos, cuando empezaron a llegar más hijos. Había un galpón de chapa, demasiado chico para guardar todos los enseres rurales. Un molino, donde buscábamos agua para consumir, cocinar, bañarnos, lavar la ropa, que quedaba a más de cien metros de la casa. Todos los días había que arrastrar agua con los baldes para lavar la ropa y cocinar. Y todas las mañanas íbamos al molino a lavarnos las caras al despertarnos. Teníamos quinta de verduras. Había un horno de barro. Mamá hacía un pan riquísimo, que untábamos con manteca casera y miel.
“Mis padres carneaban dos veces al año -continúa Don Pedro. No sé cómo se las arreglaban para llevar a cabo todo el proceso con la ayuda de sus hijos solamente. Porque estábamos muy lejos de la colonia. Nadie, ningún amigo o pariente, estaba cerca para colaborar. Pero, sin embargo, nunca nos faltaron el chorizo, las morzillas, el jamón, el jabón casero. Mamá hacía manteca y quesos. Mis padres no compraban casi nada. Solamente harina, yerba, azúcar y alguna otra cosita más. Todo se hacía en casa. Con alegría. Mi padre sabía tocar la acordeón. De noche, si el cansancio lo permitía, después de cenar y leer la Biblia en familia, papá tocaba y todos cantábamos bajo la luz de un farol a kerosén, en la pequeña cocina de adobe, calentada por una cocina a leña, que se mantenía encendida con bosta de vaca. Bosta de vaca que juntaban en el campo, durante las tardes, mamá con mis hermanos menores.
"Tuve una hermosa infancia. Unos padres increíbles. Éramos felices y estábamos agradecidos a Dios por lo que teníamos. Nunca nos faltó nada" -concluye Don Pedro. (Investigación histórica y redacción: Julio César Melchior).

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