Colaboración de
Evaristo Suppes
Era don Félix
un caballero alemán del Volga, gracioso, bien plantado y con algunos bienes de
fortuna.
Muchas mocitas solteras de la
colonia, donde él vivía, se esmeraban por ganar su voluntad y conquistarle para
marido; pero la empresa era harto difícil.
Don Félix, y no sin fundamento,
pasaba por un desaforado seductor y picaruelo. Iba revoloteando siempre de
muchacha en muchacha, como las abejas y las mariposas revolotean de flor en
flor, liban la miel y sólo por breves instantes se posan en algunas.
La linda señorita Juana tuvo más maña
y arte que otras y logró hacer en el corazón de nuestro héroe la herida amorosa
más profunda que hasta entonces había traspasado sus entretelas llegando
a lo más vivo.
Él, sin embargo, como travieso que
era, si bien ponderaba a la niña su mucho amor y le pedía y aun le suplicaba
que de aquel mal le curase, siempre hablaba de la cura, pero no del cura.
Acudía a hablar con la señorita
Juana; le aseguraba que tenía por culpa de ella, en su lastimado pecho, no uno
sino media docena de volcanes en erupción; le rogaba que apagase sus incendios
y que mitigase sus estragos, y lo que es de casamiento no decía ni daba jamás
palabra.
Así se pasaban meses y meses; los
novios pelaban la pava todas las noches sin faltar una; pero el asunto
permanecía siempre sin adelantar, ni por el lado del buen fin, ni tampoco por
el lado del mal final.
Cuando él calentaba la pava y hacía
para que su novia no se hiciese de pencas y fuese generosa y se ablandase y
cediese, ella, o se enojaba porque él le faltaba al respeto y mostraba que no
tenía por ella estimación, o bien derramaba amargas lágrimas y exhalaba
suspiros y quejas considerándose ofendida. Con mil variantes, porque tenía
fácil palabra y sabía decir una misma cosa de mil modos diversos, la niña solía
contestar sobre poco más o menos lo que sigue:
-¡Huy, huy, don Félix! ¿Qué es lo que
usted me propone? En el silencio de la noche, en la más profunda soledad, nunca
estamos solos: Dios nos mira; Dios está presente y no podemos ni debemos
ofender a Dios. Mi honra, además, está pura e inmaculada; está por cima de
todo; hasta por encima del inmenso amor que usted ha logrado inspirarme. ¿Qué
diría usted de mí si yo en lo más mínimo faltase a mi deber, echase a rodar mi
decoro y me olvidase de la honestidad y del recato con que me ha criado mi
cristiana y severa madre? ¡Jesús, María y José! La cara se me caería de
vergüenza si yo fuese liviana. Con sobrada razón me despreciaría usted
entonces. Haría usted muy bien en abandonarme y en huir de mí como de una
criatura depravada y viciosa.
En fin, la señorita Juana, con estas
y otras frases se defendía todas las noches muy lindamente, aunque, para no
descontentar al novio y retenerle cautivo, le otorgaba de vez en cuando y en
sazón oportuna, tal cual favorcito, delicado, puro, como, por ejemplo,
abandonarle una de sus blancas y suaves manos, para que él la besase, la
acariciase y la tuviese apretada entre las suyas, llegando, en algunos momentos
de muy fervorosa pasión, a acercar ella, la virginal y tersa frente, a fin de
que él, sin detenerse mucho y al vuelo, pusiese en ella los labios, imprimiendo
un beso casi místico, con veneración devota, como quien besa una reliquia.
En suma, la señorita Juana lo manejó
todo tan bien, que don Félix, cada día más deseoso, acabó por hablar del cura y
por proponer el casamiento.
Ella, que no deseaba otra cosa, se
mostró llena de gratitud y de amor. A pesar de todo y a pesar de la grande
impaciencia que don Félix manifestaba, la señorita Juana redobló su austeridad
y nunca quiso consentir en favores de más cuenta que los aquí mencionados hasta
que al novio y a ella fuesen bendecidos por el cura.
Llegó al cabo el suspirado día. El
cura se los casó. Don Feliz y la señorita Juana fueron marido y mujer.
Aquella noche, muy tarde, casi ya de
madrugada, don Féliz dijo a su adorada esposa:
-Bien hiciste, querida, en no ceder a
mis ruegos. Yo te adoro, pero, si hubieras cedido, hubiera dejado de adorarte,
te hubiera despreciado y te hubiera plantado.
Ella, al oír esto, hizo a su marido
mil amorosas y conyugales caricias, murmurando palabras ininteligibles y como
quien reza. Tal vez daba gracias al cielo por el triunfo que habían obtenido su
honestidad y su recato.
Sin embargo se asegura que lo que
ella dijo entre dientes y él no pudo entender fue:
-¡Grandísimo tonto! Por eso es que no
cedí antes, porque ya había cedido a siete y los siete me abandonaron.