Me miró a los ojos. Los tenía tristes.
Una profunda melancolía desgarraba su alma. Infinidad de recuerdos parecían
desfilar ante la distancia hacia la que miraba. Otros tiempos, otros años,
otros cielos, otras mujeres y otros hombres torturaban su mente. Escenas
vividas en circunstancias difíciles y dramáticas que lo marcaron para toda la
vida.
Se encontraba solo consigo mismo. Nadie
lo comprendía. Nadie tampoco quería escucharlo. Ya estaban cansados de su
perorata de todos los días. “Me tenés harto con tus historias”, le decían
algunos sin rodeos ni medias tintas. Otros hacían oídos sordos y continuaban su
camino. Dejaban al abuelo deambular por la colonia como un barco a la deriva
buscando un puerto donde anclar y encontrar aunque sea un poco de consuelo.
Nunca encontró ese puerto. Todos pasaban a su lado ignorando su presencia.
Hasta que un día murió. Pero ya era tarde para solucionar nada. Nadie pudo,
supo o quiso darle el consuelo que le hacía falta. O simplemente estaban tan
distraídos viviendo su vida que ni se daban cuenta. Las lágrimas sobre su tumba
no le sirven de nada. Porque es demasiado tarde para todo.