Recuerdo a mi madre, sentada
junto a la ventana, con su rodete blanco, su vestido negro, sus dedos sobre el
regazo, entrelazadas por el rosario, crucifijo en mano, murmurando
interminables oraciones, en las no menos interminables horas de verano.
Viejecita y arrugada. Tierna y dulce. La mirada perdida. Los ojos vueltos hacia
el alma. La mente en el recuerdo. Viendo pasar los minutos eternos subida a un
lento tren rumbo a la estación terminal de la muerte.
Hablaba poco. Lo necesario.
Siempre estaba triste. Los ojos llorosos. El alma melancólica. El cuerpo
sufrido. Muy anciana. Rezaba y rezaba. Por los hijos, los nietos, los
bisnietos… por los que habían nacido, por los que todavía no habían venido al
mundo. Por el pasado, por el presente, por el futuro. Pedía por todos.
Generaciones enteras fueron bendecidas por
sus oraciones. ¿Será por eso que fuimos tan felices con tan poco? Teníamos lo
indispensable para vivir pero nunca nos faltaron la risa ni los momentos
felices.
Sus murmullos eran el cantar del
tiempo que transcurría. Las horas que pasaban. La voz que adormecía. La canción
que apaciguaba los ánimos. La comunicación con alguien superior. Alguien que
nos cuidaba porque ella se lo pedía.
El amor de madre es un amor sublime! Es hermosa esta historia de recuerdo. Cada quien la recuerda a su manera, pero ellas viven dentro nuestro no solo en el recuerdo sino en quienes somos. Emociona leer este blog cargado de sentimientos!!!!
ResponderEliminarEs tan grato leer tus comentarios, Mariposa! Descubrir en cada escrito tus sentimientos, tu belleza de alma, tu calidad de persona... Muchas gracias por leer y seguir este blog!!!
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