Autor: Roberto Méndez
Paul

Recuerdo
a mis queridos abuelos trabajando todos los días de la semana, incluyendo
sábados, domingos (los feriados no existían). Sin quejarse. Sin protestar. Sin
blasfemar. Siempre con una sonrisa en los labios disfrutando de la tarea. ¿Será
que solamente trabajaban en lo que les agradaba? ¿Será que no veían el trabajo
como un sacrifico sino como una bendición? ¿Será que estaban más en contacto
con la naturaleza?
A pesar
de que trabajaron toda la vida jamás les sobró un centavo para invertir. Vivían
en una casa pequeña que nunca pudieron ampliar pese a los sueños que tenían de
hacerlo. Sueños que forjaron en la juventud y llevaron consigo hasta la tumba.
Murieron en la vieja casa donde vivieron toda su existencia. Y no les importó.
En realidad no les interesaban las cosas materiales. No pensaban en cambiar los
muebles, arrancar ventanas antiguas para colocar modernas, en comprar una
cocina a leña nueva. ¿Para qué? Si funciona de manera perfecta decía el abuelo.
Lo que sirve no se tira.
Afrontaron
situaciones muy difíciles. Criaron catorce hijos. Dos fallecieron. Sepultaron a
sus padres. Algunos de sus hermanos. Sobrinos. Y lo soportaron todo. Jamás se
bajonearon. Jamás sufrieron de depresión. Lloraron es cierto. Pero con el
correr de los meses les volvía la esperanza y volvían a creer en la vida, en
Dios. En ese Dios que para ellos lo era todo.
A mí se
me hace que fue ese Dios en el cual creían ciegamente el que los mantuvo
fuertes aun en las peores tempestades. Ese Dios en el cual nosotros dejamos de
creer, reemplazándolo por cosas materiales: una casa nueva, un automóvil último
modelo, una moto, unas vacaciones lo más lejos posible… Se me hace que vaciamos
nuestras almas de Dios para llenarlas de cosas materiales. Nos arrancamos la fe
en Él del corazón para dejar en su lugar el vacío. Un vacío que no puede
consolarnos cuando flaqueamos, sufrimos o estamos tristes.
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