Nací
en la colonia. Soy el octavo de catorce hijos. A los diez años sufrí el
desarraigo que me marcó para toda la vida: mis padres dejaron mi pueblo natal
para mudarse a La Pampa. Fue devastador,
difícil y duro. Me sentí muy solo e incomprendido. Nadie me escuchaba ni tenía
en cuenta mis opiniones ni las de mis hermanas. Mis padres tomaron la decisión
y allá fuimos. A la inmensidad de La Pampa, a vivir en una casa en el medio de
la nada, a trabajar suelo virgen, algo que con los meses se transformó en un
suplicio para todos. Porque mi padre arrendó unas hectáreas de campo imposibles
de roturar, donde apenas llovía, y el arado no lograba hundir sus rejas. Y
donde uno salía de la casa, nuestro humilde ranchito de adobe, enclavado en la
mayor intemperie imaginable, para ver un horizonte vacío y soledad por
doquiera.
Así
trabajamos el campo, que es una manera de decir. Produciendo poco, casi nada.
Contando las chirolas que ganábamos. Comiendo los alimentos más económicos. A
veces, la misma comida durante la cena y almuerzo semanas enteras. Y como si la
mala tierra no fuera suficiente, llegaban las langostas, que se devoran la
quinta de verduras que mi madre, a puro sacrificio, lograba hacer producir, y
las heladas, que lo quemaban todo, absolutamente todo. Ni jardín teníamos.
La
cruel realidad nos hizo desistir de todo intento de hacer floreciente aquel
páramo. El viento soplaba día y noche. La tierra nos envolvía con su polvillo
de suciedad. Deambulábamos como alienados esperando un milagro que jamás se
produjo.
Cansado,
abrumado, derrotado, mi padre tomó la decisión de retornar a la colonia más
pobres que cuando nos fuimos. Y cinco años más viejos. Cinco años que parecían
veinte por todo lo que habíamos padecido y maldecido. Sin casa donde vivir. Sin
hogar donde sentarse junto a una cocina de leña y soñar con mañana mejor.
Nos
cobijo abuelo, el padre de mamá. Nos dio donde vivir y qué comer. Papá estaba
desahuciado. Nunca volvió a ser el
mismo. La frustración y la derrota lo fue consumiendo, y si bien consiguió
trabajo a los pocos meses, murió seis años después, sintiéndose un fracasado.
Dura, como la historia de tantos colonos que sintieron la necesidad de luchar contra todas las adversidades para darles a sus hijos lo mejor, y, creo, que mas alla de las adversidades, nos lo dieron, enseñandonos que siempre hay que luchar, aunque lo exterior nos muestre que vamos a contra marcha.....
ResponderEliminarDurísima historia. Lo importante es que intentaron progresar. A veces hay malas desiciones, que hay que asumir. Pero si no se arriesga intentar un futuro mejor nunca se sabrá qué hubiera pasado. Antes el orgullo y el ser autosuficiente era cuestión de honor. Hoy mucha gente cree que es derecho propio que les ayuden. Valoro y admiro este trabajo y la forma de transmitir las historias de vida. Ejemplo de sacrificio, dignidad y valores cada día más distantes en la sociedad actual.
ResponderEliminarMuchas gracias por dejar vuestros comentarios, reflexiones, opiniones y testimonios. Eso hace que mi trabajo tenga sentido.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarCreo que las decisiones son siempre las correctas, lo que sucede es que en ese camino de cambio no siempre se encuentra lo que uno busca. Pero de todas maneras, siempre hay un aprendizaje. En definitiva es lo que hace "la vida".
ResponderEliminarGracias por tu reflexión! Gracias por visitar estas páginas!!!
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