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viernes, 19 de diciembre de 2014

Historia de los alemanes del Volga de Entre Ríos

Los alemanes errantes

Texto y fotos: Roberto Rainer Cinti
Un engaño providencial los trajo de la estepa rusa a las cuchillas de Entre Ríos. Allí cultivaron la tierra, reprodujeron las aldeas, bailaron con polcas y chotis. Y terminaron cambiando el samovar por la bombilla y el mate. Su fe y laboriosidad sobreviven hoy en uno de cada cuatro entrerrianos.

De Paraná a Diamante, en el oeste de Entre Ríos, la ruta nacional 11 corta una comarca de lomadas y cultivos. A la vera del asfalto aparecen hombres rubios, montando tractores y cosechadoras. También vehículos dignos de la familia Ingalls, que los lugareños llaman carros rusos. Y, de trecho en trecho, pueblitos de edificación baja y nombres que encienden curiosidad: Aldea Brasilera, Salto, Spatzenkutter, Aldea Protestante, Valle María.
Sus casas más antiguas, extrañamente, no tienen puerta al frente. Sólo ventanas, a veces enrejadas. Detrás de ellas se toma mate con Kreppel (versión teutona de la torta frita), se habla un dialecto alemán del siglo XVIII -algo contaminado de palabras rusas- y, en días de fiesta, el acordeón desgrana mazurcas, polcas y chotis no menos añejos. Una empinada iglesia, de líneas neogóticas, suele ocupar el centro del poblado. A kilómetros de sus agujas, en medio de los trigales, otros templos coronan las tumbas del cementerio viejo. Recrean a escala de juguete capillas que, hace más de doscientos años, levantó un pueblo de labriegos sobre la desolada estepa rusa y quizá ya no existan.

Una fascinante historia encierra las claves de tanto misterio y entrevero…

La de los dueños de casa: los alemanes del Volga. Comienza cuando Catalina II -zarina de todas las rusias, pese a su origen germano- lanzó ese día un manifiesto invitando a colonizar el Bajo Volga. Prometía tierras, eximición de impuestos y servicios al Estado, libertad de oficio y de culto, autonomía política. Y, como preveía la viuda de Pedro el Grande, prendió en la hambreada Alemania que emergía de la Guerra de los Siete Años. Desafiando prohibiciones y amenazas gubernamentales, unos treinta mil alemanes -en su mayoría de confesión evangélica- aceptaron el convite.
Tres mil no resistieron la larga marcha, jalonando de cruces el camino. Pero lo peor esperaba a orillas del Volga. El paraíso que les habían pintado era en verdad una región sin árboles, sometida a desmadres fluviales, inviernos siberianos y el asedio de tribus nómadas: los calmucos (mendigos de día, ladrones de ganado por las noches) y los sanguinarios quirkisios (resabio de las hordas del Gran Khan), que llegaron a arrasar poblados enteros y vender cerca de mil doscientos cautivos en el mercado de esclavos de Buchara, sobre la frontera con China. Además, comprobaron que entre promesas y realidad mediaba enorme distancia: debieron jurar fidelidad a su majestad imperial, dedicarse exclusivamente a la agricultura, improvisar viviendas subterráneas y, a falta de leña, transformar estiércol en combustible. Para colmo de males, la asistencia financiera y las semillas llegaban siempre tarde.
Sin embargo, ningún colono tiró la toalla. Se agruparon en aldeas e hicieron de sus casas un baluarte -sin acceso por el frente- para defenderse de lobos y mongoles, abrieron surcos en la ruda estepa y, buscando contar con madera, aclimataron especies arbóreas centroeuropeas. Hasta se dieron tiempo para cumplir con entusiasmo el mandato bíblico de honrar a Dios y multiplicar la especie. Un siglo después, las espigas cubrían un área superior a Suiza y las aldeas madre sobrepasaban el centenar. Pero la colonia del Volga estaba sobrepoblada a despecho de continuas expansiones territoriales (el promedio inicial de hectáreas por habitante cayó a la décima parte). Encima, caducaron los privilegios concedidos por Catalina la Grande y las autoridades se empeñaron en rusificar la colonia alemana. Primero exigieron el aprendizaje del ruso y el cumplimiento del servicio militar. Más tarde derogaron la autonomía de que gozaban las aldeas. Y corrió el rumor de que también pretendían imponer la religión oficial. La hora de buscar nuevos horizontes había llegado.

Hacia América…

Sequías y malas cosechas apuraron la decisión. El éxodo comenzó en 1872, sin que pudiera frenarlo la oferta rusa de tierras en el Cáucaso y los confines de Siberia. Algunos colonos rumbearon al Imperio del Brasil, que desarrollaba una intensa campaña para captar inmigrantes europeos. Y otros a los Estados Unidos.
Entre los primeros estaban ochocientos católicos, provenientes en su mayoría de Mariental (Valle María), y doscientos protestantes. Escala obligada del viaje, la tierra de sus mayores los recibió con extrañeza (parecían salidos del Túnel del Tiempo) y una mala noticia: la fiebre amarilla había cerrado el puerto de Río Janeiro. No tuvieron más remedio que confiar en la Agencia Marítima de Bremen, que les vendió pasajes a Buenos Aires con la promesa de transbordarlos frente a las costas cariocas. Pero el vapor Salier no paró hasta alcanzar la capital argentina, el 6 de enero de 1878. Las protestas sólo amainaron cuando, días más tarde, junto al resto del grupo, desembarcó del Montevideo un puñado que provenía del Volga que había estado en tierra brasileña. Según los recién llegados, debían agradecer el engaño: la Argentina -y no el selvático y ardiente Brasil- era el sitio ideal para cultivar trigo. Además, estaba abierta a todos los hombres del mundo que quisieran habitarla... sobre todo si eran rubios y venían de Europa.
Por esos días, de hecho, un contingente de alemanes del Volga -que también había desertado de Brasil- fundaba la Colonia Madre de Hinojo, cerca de la localidad bonaerense de Olavarría. A los del Salier y el Montevideo les tocaron las veinte mil hectáreas de la Colonia General Alvear, en el departamento entrerriano de Diamante. Su administrador, un tal Navarro, pretendía que cada colono se estableciera en su propia chacra. Pero éstos se aferraron al único modelo que conocían: la vida en aldeas, con una iglesia en el medio y casas a la defensiva (mongoles y gauchos, después de todo, se parecían).
Los de Mariental no esperaron que se resolviera la controversia y formaron aldea con las carpas provistas por el gobierno. Tratando de torcerles el brazo, Navarro solicitó su restitución secundado por un piquete de policías. Grande fue la sorpresa cuando descubrió que ya no las precisaban: habían construido viviendas bajo tierra, como los pioneros del Volga, para impedir que los movieran del lugar. La ocurrencia le valió a Valle María el mote de Vizcacheras.
Los volguenses finalmente se salieron con la suya -decisión del presidente Avellaneda mediante- y el pueblo subterráneo pudo ganar altura a fuerza de adobe y ladrillo. Paralelamente se alzaron las otras aldeas madre: Spazenkutter (jolgorio de gorriones), Santa Cruz (hoy Salto), San Francisco y Protestante, que concentró al minoritario grupo de confesión evangélica. Y en 1880 otra corriente escapada de Brasil fundó, a orillas del arroyo Salto, la Aldea Brasilera.

Los colonos se vistieron de bombacha y alpargatas…

Para entonces, superados los recelos iniciales, rusos y criollos habían establecido un enriquecedor intercambio. Los colonos se vistieron de bombacha y alpargatas, reemplazaron el hábito ruso del té por el vernáculo del mate e incorporaron el asado a su gastronomía, el valseado a sus fiestas y el truco a su ocio. Y los locales adoptaron el carro ruso, la polca y el Kreppel, y cambiaron la dura galleta porteña por el esponjoso pan casero que se hacía en la colonia.
Los primeros tiempos no fueron fáciles. Hubo que domesticar una tierra virgen de arado, enfrentar devastadoras mangas de langosta (plaga inexistente en el Volga) y, ante la falta de suministros, fabricar desde ropas hasta muebles e implementos agrícolas. Pero Colonia General Alvear salió adelante. La laboriosidad germana hizo de ella la colonización triguera más importante del país. Y el crecimiento poblacional, sumado a nuevos aportes inmigratorios, obligó a extender sus fronteras hacia el Oriente, comprando o alquilando campos. Así nacieron las aldeas San José (origen de la pujante ciudad de Crespo) y María Luisa, y la sangre volguense comenzó a difundirse por la provincia. Hoy fluye en uno de cada cuatro entrerrianos.
Tampoco permaneció quieta la Colonia Madre de Hinojo. No extraña que haya en la Argentina tantos descendientes de alemanes del Volga (70% católicos y 30% protestantes). Les debemos, entre otros aportes, miles y miles de hectáreas bajo producción, la difusión del cooperativismo agrario y la avicultura (su fiesta nacional se celebra en Crespo). Además, los pueblos que proporcionalmente más religiosos dieron al país: Santa Anita (Entre Ríos) y San Miguel Arcángel (Buenos Aires). Por algo forman parte del pueblo de la cruz y el arado. 

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