Calles de
tierra. Polvo en suspensión disgregando el ayer en la nada. Un sol de atardecer agonizando en el horizonte, adormeciendo las últimas horas del día que se
marchan para no regresar jamás. Un silencio sombrío desgarrando la nostalgia
del alma de quien mira hacia un tiempo y un espacio que ya es historia; y el
llanto secreto del que comprende que el pueblo es otro, que son otras las
personas que lo habitan y que nada es igual. A pesar de conservar la misma
esencia, el mismo sol, el mismo aroma y el mismo sueño, nada es igual. El
progreso estampó su sello: derribó lugares que en una época fueron sagrados
para la memoria y erigió emblemas modernos en sitios donde otrora los abuelos
tenían su santuario de intimidad: la casa de un amigo; un bar; un salón; una
canchita de fútbol...
Calles de
tierra... si hasta ellas desaparecieron bajo el asfalto, llevándose consigo el
recuerdo del trajinar de los carros lechero, carnicero, verdulero, panadero; la
congoja de un cortejo fúnebre; la alegría de una boda, con escopetazos y
acordes de acordeón... y el llanto, siempre el llanto; en la felicidad y la
tristeza; en la dicha y el dolor. Un
pueblo siempre distinto a otras comunidades de inmigrantes, siempre diferente.
Siempre conservando su identidad.
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