Foto: Collin Key |
El cabello
peinado hacia atrás en un rodete blanco. Los ojos celestes color cielo. El rostro
de abuela buena. Y un acento de alemana del Volga en los labios contando la
historia de su vida.
“Nací en cerca
de un campo en Colonia Hinojo –evoca Ana Rolhaiser. Mi niñez la viví en Pueblo
Santa María. La adolescencia en Colonia San José, La Pampa. Mis padres eran
arrendatarios de campo. Muy trabajadores y honestos. Los estafaron varias veces
por creer en la palabra en lugar de los documentos y las firmas. A los quince
me casé con Agustín Strevensky. También trabajador rural. Lo intentamos todo
pero no funcionó. Las condiciones de trabajo en el campo eran muy duras y los
sueldos muy pobres. Lo que ganábamos no alcanzaba para nada. Y los patrones te
trataban muy mal. Las condiciones de las viviendas eran muy básicas: apenas dos
paredes de adobe, si es que había, una letrina y una matera dónde se reunían todos
los peones a tomar mate. Por eso, al cumplir veinte años, mi marido tomó la
decisión de mudarse a la ciudad de Buenos Aires. Yo no quería. Lloré mucho
porque quería quedarme junto a mis padres y hermanos. Fue muy duro decir adiós
a todos mis seres queridos porque sabía que quizá no lo iba a volver a ver
nunca. Y muy equivocada no estaba: a mis padres no los volví a ver jamás.
“En el camino
hacia Buenos Aires estuvimos viviendo unos tres o cuatro años en Bolívar. Tuve
dos hijos. Siempre en la miseria. En la pobreza más absoluta. Muchas noches no
teníamos ni siquiera pan para comer. Allí no estaban mis padres para ayudarnos
ni tampoco había amigos ni alemanes del Volga para darnos una mano. Estábamos totalmente
solos. Nadie nos quería. Éramos ‘los rusos’. Éramos extraños. No pudimos
adaptarnos. Y entonces un día llegamos a Buenos Aires. Ahí sí que sufrimos. Ahí
que me di cuenta lo que significa dejar el hogar y partir a tierras extrañas. Uno
lo paga muy pero muy caro. Porque uno lo pierde todo, absolutamente todo. Las
raíces. Y hasta la identidad –afirma.
“Fueron años
duros. Muy duros. La pasamos mal pero muy mal. Nos engañaron vendiéndonos una
casa que tenía dueño. Perdimos el dinero que habíamos ahorrado durante diez
años con mucho sacrificio, privándonos de todo, hasta de lo más básico. Mi
marido era muy crédulo. Muy inocente. En ese momento perdimos todo. Dinero,
dueños, esperanzas… todo! Todo quedó en el camino. Apenas nos quedaban fuerzas
para luchar por subsistir. Fue un golpe muy duro. Pero teníamos nueve hijos
para criar. No había tiempo para llorar ni quejarse. Y no había, como hoy en
día, dónde pedir ayuda”.
“No sé cómo pero
salimos adelante. Nunca abandonamos la fe en Dios. Él nos acompañó siempre. Nos
protegió. Nos cuidó. Muchas veces le rezaba llorando. Le suplicaba que nos
diera paz, trabajo, comida. Y siempre nos dio todo. Tanto que un día nuestros
hijos nos compraron una casa. Nos regalaron una casa. Nuestra casa. ¡Mi casa!
Fue uno de los momentos más felices de mi vida.
“Cuando tuve mi
casa planté flores, muchas flores. De todos los colores. Por fin podía tener mi
propio jardín. Fue hermoso. Esa época muy fue linda.
“Cuando tuve mi
casa quise ponerme en contacto con mis padres y hermanos pero ya era tarde, muy
tarde. ¡Todos habían fallecido! ¡Qué tonta! Los años habían pasado y yo ni me
di cuenta. Ya era una vieja. Tenía setenta y cinco años. Mis seis hermanos eran
mayores que yo. Solamente me quedaban mis hijos y mi marido. No tenía hogar
materno al cual regresar ni pueblo ni raíces donde volver. Viví en tantos
sitios, en tantos pueblos y comunidades, que me sentía ajena en todos. Hasta
que un día leí el libro “Historia de los alemanes del Volga”, de Julio César
Melchior. En ese momento encontré mi historia y la historia de mi pueblo. Y les
pude decir a mis hijos que tenía una identidad. Que era una descendiente de
alemanes del Volga. Una sobreviviente. Como lo fueron mis abuelos. Como lo
fueron mis padres.
“Y ese día recuperé todo lo que perdí el día que
me marché de la casa de mis padres para casarme y mudarme lejos”.
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