
Después del casamiento por
iglesia y de la fiesta, que se prolongó hasta la madrugada, mi marido me llevó
a la habitación y me pidió que me quitara la ropa mientras él se desvestía. Yo
me opuse. Sentí mucha vergüenza. Él me dijo que
ahora era mi marido y que tenía que obedecerle. Me opuse. Pero se enojó y me
gritó. Me gritó fuerte. Yo le dije “no grites que nos van a escuchar tus padres”.
“Que me importa -“me contestó. Vos sos mi mujer”. Así que tuve que sacarme el
vestido y acostarme. Él se metió en la cama y se colocó arriba de mí, con
fuerza. Me apretó los brazos. Me dolía todo. Sentí miedo. Dolor. Un tremendo
dolor entre las piernas. No sabía lo que estaba pasando. Empecé a llorar. Pero
él no paraba. Siguió y siguió y siguió. Hasta que se cansó. Y se quedó dormido.
Yo lloré durante varias horas. No sabía qué hacer. Me sentí mal. Descompuesta.
“Dios me va a castigar” -pensé.
“Con
el tiempo me acostumbré. El sacerdote, cuando me confesé, me tranquilizó, me
dijo que era obligación de la mujer obedecer al marido y que todo lo que él me
pedía estaba bien para mí”.
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