La anciana se levantó con el sol,
bien temprano, a la hora del amanecer. Lavó la ropa de la casa en un fuentón de
chapa utilizando la tabla de lavar de madera. Colgó la ropa al fondo de la casa
(el cordel está cerca del Nuschnick) y después amasó Kreppel en la mesa de la
cocina. Los frió en una sartén, sobre la cocina a leña. Los espolvoreó con
abundante azúcar. Lavó los utensilios. Los guardó. Puso la pava con agua a
calentar. Tomó el mate, lo llenó con yerba. Lo
colocó sobre la mesa, al lado de la azucarera con los terrones de azúcar.
Acomodó el repasador. Lo dobló prolijamente. Miró sus manos. Sacó un pañuelo
del bolsillo de su delantal gris. Se sonó la nariz. Caminó unos pasos. Se paró
frente a la ventana. Miró hacia el patio, hacia el jardín, hacia la calle,
hacia la inmensidad del horizonte.
La
casa estaba en orden. Sólo se oía el silbar monótono de la pava y el crepitar
de la leña, consumiéndose.
Tanteó
una silla y se sentó. El cuerpo le pesaba. Hurgó en su bolsillo hasta que sacó
su rosario de perlas negras. Besó la cruz. Intentó unir las manos para rezar
pero lenta e inexorablemente, comenzó a deslizarse hacia un costado.
Su
hijo mayor, Pedro, la encontró muerta, al mediodía, cuando volvió de su trabajo
para almorzar, y la comida no estaba lista, y mamá se había ido para siempre.
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