Durante el verano, a las mañanas, bien temprano, con el
amanecer, y al atardecer, junto con el sol que se iba a dormir en el horizonte,
las madres y los niños de la casa, sin importar edad ni sexo, regaban la
huerta, llevando y trayendo enormes baldes desde la bomba de agua hasta la
quinta. Las verduras y hortalizas florecían y producían por doquiera. Había
abundante cantidad de tomates, pepinos, zapallitos, lechuga, repollo, decenas y
decenas de cosas ricas que mamá y la abuela transformaban en sabrosas
comidas o ensaladas o en conservas y dulces que almacenaban en los sótanos para
el invierno. Me acuerdo del dulce de zapallo y tomate, entre varios otros, que
cocinaban sobre la cocina a leña y envasaban en frascos de todos los colores y
tamaños que juntaban a lo largo del año para estos menesteres.
Los niños y las niñas ayudábamos sin quejarnos
ni lamentarnos jamás. Para nosotros nunca representó un trabajo regar la quinta
todas las mañanas y todas las tardes. Lo tomábamos como una obligación, es
cierto, pero también como un juego, un momento en que todos los hermanos
estábamos juntos, con mamá y, a veces, también con papá, riendo, conversando,
en ocasiones haciendo travesuras, como arrojarnos un balde lleno de agua.
Todavía la recuerdo a mamá retando a mi hermano porque me empapó o porque me
puso el pié mientras corríamos hacia la bomba compitiendo para ver quién
llegaba primero para sacar agua y volver a llenar el balde.
Eran otros veranos, los veranos de mi niñez.
Iguales a los de muchos de ustedes que leyeron estas líneas… ¿No es cierto?
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